“Estimada
Señora Budd.
En 1894 un
amigo mío se enroló como asistente de plataforma en el barco de vapor Tacoma,
siendo el Capitán John Davis. Viajaron de San Francisco a Hong Kong, China. Al
llegar allí, él y otros dos marinos desembarcaron y fueron a emborracharse.
Cuando regresaron, el barco había zarpado. En aquel tiempo había hambruna en
China y cualquier tipo de carne costaba de 1 a 3 dólares la libra. Tanto era el
sufrimiento de los pobres, que los niños menores de doce años eran vendidos
como comida con el propósito de que los demás no murieran de hambre. Un chico o
chica menor de catorce años no estaba seguro en las calles. Usted podía entrar
a cualquier tienda y pedir carne, costillas o bistecs y al mostrador era traída
alguna parte desnuda del cuerpo de un niño para que uno eligiera lo que más
deseara. El trasero de niño o niña, que es la parte más deliciosa del cuerpo,
era vendido como un corte fino a un precio alto. John permaneció ahí durante
mucho tiempo adquiriendo gusto por la carne humana. A su regreso a Nueva York
secuestró a dos chicos, uno de 7 y uno de 11 años de edad. Los llevó a su casa,
donde los desnudó y los ató a un armario. Quemó todo lo que traían puesto.
Varias veces durante los días y las noches los apaleó y torturó, con el
objetivo de que la carne quedara buena y tierna. El primero en morir fue el
niño de once años, puesto que tenía el trasero más grande de los dos: es decir,
tenía la mayor cantidad de carne. Cada parte de su cuerpo fue guisada y comida,
excepto la cabeza, los huesos y las vísceras. Todo él fue hervido, frito y
guisado. El niño pequeño fue el siguiente y pasó por el mismo proceso. Por ese
tiempo yo vivía en la 409 y la 100, muy cerca, por la parte derecha. Tan
seguido me decía lo buena que era la carne humana, que me hice a la idea de que
debía probarla también.”
“El domingo
3 de junio de 1928 llame a su puerta en la 406 oeste y la calle 15. Llevaba
queso y fresas, y tomamos el almuerzo. Grace se sentó en mi regazo y me besó.
Me propuse comerla. Bajo el engaño de llevarla a una fiesta le pedí que me
diera permiso, a lo que usted accedió. La conduje a una casa abandonada de
Wisteria Lodge que había elegido con
anterioridad, en Westchester. Cuando llegamos, le pedí que permaneciera fuera.
Mientras ella recogía flores, subí las escaleras y me desnudé completamente
para evitar las manchas de sangre. Cuando todo estuvo listo fui a la ventana y
la llamé. Me escondí en el armario hasta que estuvo en el cuarto. Al verme
desnudo, comenzó a llorar y trató de escapar por las escaleras. La sujeté y
ella dijo que le se lo contaría todo a su mamá. Primero la desnudé. ¡Cómo
pataleó, arañó y me mordió! La estrangulé, corté su cabeza, la partí por la
mitad y me la estuve comiendo en pedacitos durante nueve días. Lo más sabroso
fue su culito asado. De haber querido hubiera tenido sexo con ella, pero no
quise. Murió siendo virgen”.
Esta
es la siniestra carta que Albert Fish envió de forma anónima a la madre de Grace
Budd,
una de las muchas inocentes víctimas del ogro antropófago de Nueva York,
uno de los más despiadados asesinos en serie de la reciente historia. “El
hombre del saco, el comeniños…”, las andanzas de Albert Fish reúnen todos los
mitos de las historias para no dormir que nos contaban de pequeños. Un temible
ser lleno de maldad que husmea por nuestras calles en busca de tiernos
infantes, a los que dar caza, secuestrar, torturar y devorar impunemente cual
delicado manjar. Solo que el señor Fish no tenía aspecto de ogro malvado; su
apariencia era la de un cariñoso y venerable ancianito en quien poder confiar.
Una especie de abuelito de Heidi. Un ogro con piel de cordero. Cuando nos
sumergimos en la asombrosa biografía de Albert H. Fish, descubrimos con horror
que películas como “El Silencio de los Corderos” o novelas como “American Psycho”,
parecen cuentos de los hermanos Green comparados con las andanzas de este
brutal psicópata, capaz de asar al horno el tierno culito de un niño, aderezado
con zanahorias, cebollas y tocino. La mente humana es un oscuro pozo sin fondo.
Comenzamos.
Albert H. Fish |
Albert
H. Fish nació en Washington DC el 19 de mayo de 1870 y como la mayoría de las
mentes perturbadas, sufrió una terrible infancia. Una madre que escuchaba voces
por la calle, dos tíos suyos con antecedentes psiquiátricos, unos hermanos
alcohólicos, un abandono y posterior ingreso con cinco años en el orfanato de
San Juan, uno de los centros más despiadados de Washington y por extensión, del país, no son
una agradable carta de presentación para cualquier niño que intenta abrirse
camino en la feroz sociedad americana de finales del siglo XIX. En aquél
tenebroso orfanato, al recibir castigos y palizas por parte de sus cuidadores y
compañeros, el joven Albert descubre un extraño gusto por el dolor. Placer que
también se manifiesta cuando el propio Albert infringe daño al prójimo, como
descubre extasiado desmembrando a pequeños animales domésticos.
Cuando
cumple nueve años, su madre consigue en empleo estable y es capaz de cuidar de
él pero todo lo vivido dentro de la institución lo marcará para siempre. Su
huida sin retorno a la perversión comienza en 1882 a la tierna edad de doce
años, al descubrir el placer sin límites practicando la coprofagía. Se ignora
como arribó a la postura de llegar a comerse sus propios excrementos. Como he
dicho con anterioridad, la mente humana es un oscuro pozo sin fondo.
Niña desaparecida, New York Daily News |
En
1890, con una pequeña maleta con sus pertenencias y un enorme atillo de
extravagancias y perversiones homosexuales a la espalda, Albert Fish llega a
Nueva York. Llegar a la Gran Manzana y comenzar su carrera delictiva es todo
uno. Estafas, falsificación de documentos, prostitución homosexual, violación
de menores, exhibicionismo y un largo etcétera, son su particular carta de
presentación en sociedad. Detenido en innumerables ocasiones a causa de sus fechorías,
el joven Albert se convierte en un viejo conocido de la pasma. Los miembros del
departamento de policía de Nueva York, se toman a guasa las excusas de Fish
cuando es detenido y afirma que actúa siguiendo instrucciones de San Juan
Evangelista. Durante este período de su juventud, es internado por la fuerza hasta
en tres ocasiones en instituciones mentales. Después de las pertinentes duchas
de agua fría, electroshocks y demás encantadores y a la vez ineficaces tratamientos
de los manicomios de la época, el diagnóstico siempre era el mismo: “Psicopatía sexual con derivaciones hacia
el sadomasoquismo. Compulsiva religiosidad. El propio paciente afirma que
infringirse dolor es la única vía para expiar sus pecados”. Después del
tratamiento, Albert siempre terminaba en la calle más perturbado si cabe, que
cuando entró.
A
pesar de su singular personalidad y de su particular historial delictivo,
contra todo pronóstico Albert Fish contrae matrimonio con una mujer nueve años
menor que él, e incluso tiene la friolera de seis hijos. Fue un matrimonio
concertado por su madre, en un intento desesperado de que el joven Albert
sentara la cabeza. Podéis pensar que este psicópata maltrataba con sanguinario
placer a su esposa e hijos pero asombrosamente sus seis hijos, Alben, Anna,
Gertrude, Eugene, John y Henry Fish, siempre sostuvieron que fue un padre
ejemplar, atento y cariñoso, aunque algo peculiar.
Lejos
de sentar la cabeza, Albert Fish
prosigue su macabro viaje sin retorno al abismo desalmado de la
crueldad. Durante esta época se gana el pan con honestidad como pintor de
brocha gorda, a la vez que comete abusos sexuales a niños menores de seis años
de edad, mantiene esporádicamente relaciones homosexuales y acude a burdeles para
conseguir placer a base de ser azotado y golpeado con vileza.
Pero
el total cortocircuito de su maltrecho cerebro se produce cuando su esposa,
harta de sus frecuentes visitas a burdeles, lo abandona llevándose a sus hijos.
En la soledad de su triste pensión, Fish comienza a escuchar voces; una le dice
que debe sacrificar a uno de sus hijos para expiar sus pecados, otra le revela
que él es en realidad Jesucristo reencarnado.
Grace Budd |
Se
cree que la primera víctima de su particular holocausto caníbal fue un niño
llamado Thomas Bedden, en la ciudad de Wilmington (Delaware) en 1910. A este le
siguieron otros como la dulce Grace Budd, de 10 años, la indefensa víctima de
la macabra carta al principio citada; Yetta Abramowitz, de 12 años de edad,
estrangulada y golpeada en el tejado de un edificio de apartamentos en el
Bronx; Mary Ellen O'Connor, 16 años de edad, cuyo cuerpo mutilado fue hallado
en los bosques cercanos a una casa que Fish había estado pintando en Queens; Francis
X. McDonnell de 8 años de edad, muerto en Staten Island; Emil Aalling, de 4
años de edad, asesinada el 13 de julio de 1930; Benjamin Collings, de 17 años de
edad... pero el más cruel de sus asesinatos documentados lo sufrió en sus
carnes el 11 de febrero de 1927 un niño de cuatro años llamado Bill Gaffney.
Bill estaba jugando junto con su amigo Billy Beaton, de tres años, en la
entrada del edificio de apartamentos donde vivían cuando “a Bill se lo llevó el coco” como declaró a la policía un
traumatizado Billy Beaton. Esta es la confesión del propio Albert Fish sobre el
destino del pobre chico:
Lo llevé a
los vertederos de Rider Avenue. Ahí hay una casa que permanece sola, no lejos
de donde me lo llevé. Llevé al chico ahí. Lo despojé, desnudé, até sus manos y
pies y lo amordacé con un harapo sucio que recogí en el vertedero. Entonces
quemé sus ropas y arrojé sus zapatos al vertedero. Regresé y tomé el tranvía de
59 Street a las 2 a.m. y caminé de ahí a casa. Al siguiente día cerca de las 2
p.m., llevé herramientas, un muy buen látigo de nueve colas. Casero. Con mango
corto. Azoté su trasero descubierto hasta que la sangre corrió por sus piernas.
Corté las orejas, la nariz, corte la boca de oreja a oreja. Le saqué los ojos. Entonces
ya estaba muerto. Enterré el cuchillo en su vientre, acerqué mi boca a su
cuerpo y bebí su sangre. Recogí cuatro sacos viejos de patatas y reuní una pila
de piedras. Entonces lo corté en pedazos. Tenía un fardo conmigo. Puse su nariz
y oreja y unas cuantas rajas del vientre en el fardo. Entonces lo corté por el
centro de cuerpo, justo debajo del ombligo. Continué a través de sus piernas hasta
aproximadamente 2 pulgadas debajo de su trasero. Puse esto en mi fardo con
mucho papel, le corté la cabeza, pies, brazos, manos y las piernas debajo de la
rodilla. Coloqué todo esto dentro de los sacos pesados con piedras, los até y
los arrojé en las fosas de agua fangosa que usted verá a lo largo del camino
que va a North Beach. Regresé a casa con mi carne. Me quedé con las partes de
su cuerpo que me gustaban. Su pene, sus testículos y un agradable y gordo
trasero, para asar en el horno y comer. Hice un estofado con sus orejas y
nariz, pedazos de su cara y el vientre. Puse cebollas, zanahorias, nabos, apio,
sal y pimienta. Estaban buenos. Entonces partí su trasero corté el pene y los testículos
y los lavé primero. Puse tiras de tocino en cada nalga y las puse en el horno. Escogí
4 cebollas y cuando la carne había asado cerca de 1/4 de hora, vertí un poco de
agua para la salsa de la carne y puse las cebollas. A intervalos frecuentes
rocié su trasero con una cuchara de madera. Así la carne sería agradable y
jugosa. En casi 2 horas, estuvo buena y doradita, cocinada. Nunca comí algún
pavo asado que tuviera la mitad del sabor que este dulce gordo y pequeño
trasero. Comí cada bocado de carne durante casi 4 días. Su pequeño pene era
dulce como la nuez, pero sus testículos no pude masticarlos. Los arrojé por el
retrete.
El
inspector Will King, de la policía de Nueva York, es el encargado en un principio
del caso de la
desaparición de Grace
Budd. King es el clásico detective de las películas policiacas de los años
veinte: sombrero, semblante curtido, eterna gabardina, y cigarrillo en los
labios son su tarjeta de visita. Personaje versado en los bajos fondos de la
metrópoli, sospecha desde un principio que la desaparición de Grace no es un
suceso aislado y que, con toda probabilidad, está relacionado con otras
extrañas desapariciones de niños ocurridas en los últimos años. El inspector
King está desesperado. Parece que a Grace se la haya tragado la tierra pero no
abandona la investigación. Dedica seis largos años de su vida al caso. Se
obsesiona, se juega su prestigio, sus amistades y sus contactos en el
departamento de policía pero, pese a su legendaria intuición, no encuentra
pistas con que atar cabos. A punto de irse su carrera por el sumidero, el caso cobra
un impulso inesperado cuando la familia Budd recibe la macabra carta anónima. Al
someter a un análisis detallado los folios y el sobre que el presunto asesino
ha enviado, King descubre un pequeño símbolo hexagonal en el sobre, casi
inapreciable, con las siglas "N.Y.P.C.B.A."
o lo que es lo mismo "Asociación
Benevolente Privada de Chóferes de Nueva York", una especie de Mutua
Aseguradora. Por fin una pista fiable.
Fish rodeado de periodistas. A la izquierda el inspector Will King |
Los
hombres de King acuden raudos a la aseguradora y en los interrogatorios al
personal descubren que Lee Siscoski, un modesto conductor de la compañía, había
tomado “prestadas” algunas de esas
hojas y sobres pero los había dejado olvidados cuando se mudo de su antigua
habitación alquilada en la calle 200 East 52nd Street. King, astuto como un
coyote de Arizona, acuerda con sus hombres no acudir en tropel a la pensión
para no ahuyentar al posible sospechoso. Acudirá él solo a la pensión y se
inscribirá como huésped.
James Dempsey, abogado de Fish, preparando la defensa |
Ya
en el mismo libro de registro del hostal, King comprueba que la caligrafía de
la carta enviada a los Budd se corresponde con la de un inquilino alojado en la
pensión, llamado Albert H. Fish. Durante días King vigila cada movimiento de
Fish sin que éste sospeche nada, hasta que buen día decide esperarlo en la
puerta de la habitación para llevarlo a comisaría e interrogarlo. El ya anciano
Albert Fish, no pone ninguna objeción pero cuando están en la puerta, Fish saca
una navaja del bolsillo con la que amenaza al inspector. Desarmado sin
esfuerzo por King, Albert Fish es llevado a comisaría donde, ante toda la plana
mayor del cuartelillo, canta sin ningún pudor todas sus tropelías.
En
el posterior registro de la habitación alquilada de Fish, se encontró en un
baúl gran cantidad de recortes de periódico con noticias de entre otros, las
fechorías cometidas por un viejo conocido de El Pozo de Esparta: Fritz
Haarmann, el carnicero de Hannover, otro asesino comeniños al que dedicamos una
agradable entrada hace unos meses. La podéis disfrutar de nuevo aquí: http://elpozodeesparta.blogspot.com.es/2013/06/fritz-haarmann-el-carnicero-de-hannover.html
Es el 13 de diciembre de 1934.
Albert Fish, radiografía de su pelvis |
Ante
la monstruosidad de la declaración de Albert Fish, la policía solicita un
examen psiquiátrico del sospechoso. Los psiquiatras, asisten estupefactos al
testimonio del ogro de rostro afable. Revela
el inmenso placer que siente inflingiéndose dolor, derramando su propia sangre.
Cuenta como utiliza un palo largo en cuya punta ha colocado varios clavos
afilados, para golpearse la espalda repetidamente hasta sangrar. Explica el
deleite que experimenta al introducirse en el ano un algodón impregnado en alcohol y prenderle fuego, una práctica que también probó con alguna de sus
víctimas. Pero sin duda, lo que más entusiasma a Fish es insertar largas agujas
de marinero en su pelvis y testículos. Incrédulos, le realizan una serie de
radiografías para comprobar tal extremo, encontrando en el interior de su cuerpo
un total de veintinueve agujas, algunas de ellas ya oxidadas. Pero la tragedia
alcanza la categoría de horror cuando Fish confiesa con profusión de detalles,
la cantidad de niños asesinados y devorados con posterioridad. La policía baraja
la cifra de 400, la fiscalía rebaja la cifra a 100.
Los
psiquiatras emiten su diagnóstico y no puede ser más concluyente. En Fish se
detectan varias anomalías, entre ellas sadismo, masoquismo, castración,
exhibicionismo, voyeurismo, pedofilia, coprofagía, fetichismo, canibalismo e
hiperhedonismo. Él tras escucharlo se limita a decir: “No soy un demente, solo
soy un excéntrico”.
Albert Fish acomodándose en la vieja chispas, penal de Sing Sing |
El
juicio de Albert Fish comienza el lunes 11 de marzo de 1935 en White Plains,
New York y dura un total diez días. Basándose en los informes de los
psiquiatras, James Dempsey, abogado defensor de Fish, alega locura y explica al
jurado como su cliente afirmaba escuchar voces de Dios que le ordenan
sacrificar a niños. A pesar de los informes psiquiátricos y de la declaración a
la corte del psiquiatra Fredric Wertham, afirmando sin ninguna duda de que Fish
era un demente, el jurado lo declara cuerdo y culpable de asesinar a quince
niños sangre fría. El juez Frederick P. Close lo condena a morir electrocutado
en la silla eléctrica. Las declaraciones
de Albert Fish a la prensa tras conocer el veredicto fueron estas: “Qué alegría morir en la silla eléctrica.
Será mi último escalofrío, el único que todavía no he experimentado.”
El
16 de enero de 1936 Albert H. Fish es ajusticiado en la silla eléctrica del
penal de Sing Sing. Es la persona de mayor edad que recibe la pena capital. Entró
a la cámara de ejecución a las 11:06 p.m. y tras una primera descarga fallida
debido a un cortocircuito producido por las agujas insertadas en sus testículos,
fue declarado muerto a las 11:09 p.m.
Para
los amantes del cine de terror, existe una película reciente basada en las
andanzas de este viejo pedófilo, el asesino en serie más despiadado que haya
pisado el suelo de los Estados Unidos. “THE GRAY MAN” del año 2007, dirigida
por Scout L. Flynn y protagonizada por Patrick Bauchau, Jack Conley y John
Aylward, entre otros. Si bien la trama solo se centra en la desaparición y
asesinato de Grace Budd, merece la pena verla para disfrutar del espléndido
papel de Patrick Bauchau caracterizado en la piel del viejo sátiro de Albert
Fish.
Fuentes:
Pasajes del Terror; Juan Antonio Cebrián Ed. Nowtilus año 2003
Fotos:
© Bettmann/CORBIS
New York
Daily News http://www.nydailynews.com
Como siempre, inmenso artículo (y no lo digo por la extensión, que se me ha hecho corto...).
ResponderEliminarMe alegro de que fuera declarado cuerdo y ejecutado.
Saludos.
El tipo estaba loco de atar pero si lo declaraban demente no podrían haberlo frito en la silla eléctrica. Ante el veredicto del jurado, el juez miró hacia otro lado y, saltándose todos los exámenes psiquiátricos que diagnosticaban a Albert Fish más loco que una chota en celo, fue declarado cuerdo para poder ser ejecutado en la silla eléctrica. A mi juicio, una decisión impecable.
EliminarSi ese juicio se celebrara en España en nuestros días, algún avispado políticamente correcto acusaría al juez Frederick P. Close de prevaricación. Tiene guasa el asunto.
Me alegro que te haya gustado.
Un saludo.