martes, 18 de junio de 2013

EL GIGANTE DE CARDIFF

   Dieciséis de octubre de mil ochocientos sesenta y nueve. En una granja situada en los alrededores de Cardiff, Nueva York, un encantador pueblo temeroso de Dios ubicado a doce kilómetros al sur de Siracusa, unos trabajadores se emplean duro en la excavación de un pozo. Armados con picos y palas, empiezan a remover una parcela de tierra junto a la casa del granjero William C. “Stub” Newell. Es un trabajo pesado y aburrido pero fácil y rutinario para ellos. Lo han hecho cientos de veces, solo que hoy no resultará tan fácil, rutinario y aburrido. He hecho, está a punto de producirse un acontecimiento arqueológico sin precedentes en la tranquila Cardiff, en todo el estado de Nueva York y por extensión, en todo Estados Unidos.

   No llevan ni un metro excavado cuando la pala deja al descubierto lo que parece ser un descomunal pie humano. Rapidamente se olvidan del pozo y comienzan a desenterrar el misterioso hallazgo. William Newell, el dueño de los terrenos, no pierde detalle de la operación. Está junto a su primo George Hull, un fabricante de puros que se encuentra de paso esos días. Con sumo cuidado, palada a palada, con el paso de los minutos lo que al principio parecía un pie, va tomando forma hasta quedar al descubierto una colosal figura humana de más de tres metros de alto y unos mil cuatrocientos kilos de peso. Asombrados, llegan a la conclusión de que sin duda, se trata de un coloso petrificado por el paso de los siglos. Es uno de los gigantes mencionados en el Génesis 6:04: “Había gigantes en la tierra en aquellos días…”

   La noticia del hallazgo de un gigante bíblico en la apestosa granja de Stubby Newell corre como la pólvora por todo Cardiff. Espoleados por el afortunado descubrimiento semanas antes, a apenas dos kilómetros de distancia de la granja de Newell, de unos huesos antiguos por parte de un granjero mientras araba, fósiles auténticos según certificaron científicos de la Universidad de Cornell, cientos de cristianos piadosos se agolpan a sus puertas para ver y tocar al hijo de Yahvé que, según las Sagradas Escrituras, en tiempos pretéritos él y sus semejantes “se unieron a las hijas de los hombres y ellas les dieron a luz hijos. Estos son los héroes de la antigüedad, hombres de renombre.” (Génesis 6:04). Stubby no pondrá ningún reparo para que sus vecinos puedan contemplar la obra de Dios… siempre y cuando pasen por caja. Porque tarde o temprano, amigos míos, la cuestión crematística termina por salir a relucir.

   Stubby y Hull, su taimado primo, montan un tinglado alrededor del gigante y comienzan a cobrar 25 centavos a cada persona que quiera ver al Goliat antediluviano. La noticia vuela a todas partes y pronto comienzan a llegar peregrinos procedentes de todos los rincones del Estado. Ni siquiera la afluencia de gente menguó cuando deciden subir los precios y empiezan a cobrar 50 centavos por dar un vistazo y rezar un “padrenuestro” a los pies del coloso. Llegan periodistas de todo el país y escriben en sus artículos frases como esta: “Cuando uno lo mira, no puede evitar sentir que está en presencia de un ser grande y superior. La multitud reunida a su alrededor parecía casi embelesada. No había levedad.” La coyuntura llega al esperpento cuando Newell abandona su peto de granjero, su sombrero de paja y su brizna de hierba en la boca, para enfundarse un chaqué, encasquetarse un bombín, encender un descomunal puro y comenzar a dar conferencias sobre el descubrimiento y naturaleza del Gigante de Cardiff. Precio de la visita y la charla: un dólar. Aún así, la gente sigue llegando en masa de lugares tan lejanos como la ciudad de Nueva York. El dichoso gigante resulta ser una mina de oro.

  
Mientras el dinero seguía fluyendo a borbotones a los repletos bolsillos de Stubby Newell y George Hull, pronto surgieron nuevas teorías acerca del origen del Gigante de Cardiff. A la teoría “petrificacionista” que defendía que se trataba de un gigante bíblico fosilizado, se le unió una nueva corriente teórica comandada por el doctor John F. Boynton, quien defendía que se trataba de una talla del siglo XVII efectuada por un misionero jesuita para impresionar a los indios locales. Lo cierto es que ni una ni otra teoría eran acertadas. La verdad fue mucho más divertida. Mucho, mucho más divertida.


   Para conocer el origen del Gigante de Cardiff, nos tenemos que remontar al año 1868, cuando George Hull huye de la ciudad de Binghamton, Nueva York,  abandonando a la carrera su plantación de tabaco agobiado por las deudas. Con una sonrisa en los labios al haber evitado que le partan las piernas o algo mucho peor, se dirige al oeste en busca de mejor fortuna. Tal vez un golpe de suerte le lleve a encontrar un filón de oro. Quien sabe. Pero Hull nunca llega a tierra del oro. En el camino, se topa con algo más valioso que el metal amarillo: la credulidad humana.

   En su camino al oeste en busca de fortuna, George se detiene en Ackley, Iowa, para visitar a su hermana. Una tarde escucha a un predicador citar el Génesis 6:04 de la Biblia: “Y había gigantes en la tierra en esa época…”. Él, como buen ateo, se mofa del sermón del predicador, lo que le cuesta una tremenda reprimenda por parte de la audiencia. Como él mismo describe posteriormente, aquella parte del sermón lo mantiene despierto casi toda la noche. La credulidad de la gente acaba de brindarle una brillante idea.  

   Al día siguiente, dirige su caballo a las cercanías de una cantera dedicada a extraer piedra para la construcción del ferrocarril de Iowa y allí, a cambio de un barril de cerveza, consigue un bloque de piedra caliza de 3’6 x 1’2 x 0’6 metros y tres toneladas de peso. Una auténtica mole de piedra que pretende llevar a Chicago envuelta en una lona. Después de tres semanas de viaje, dos carros convertidos en astillas por el peso y un puente destrozado a su paso, descarga el bloque de piedra en un granero vacío propiedad del picapedrero de origen alemán Edward Burkhardt. Éste, con la ayuda de dos aprendices, y a cambio de la nada despreciable cifra de 2.600 dólares y su silencio, comienza a tallar la figura de un gigante de más de tres metros de altura, muerto tras una larga agonía. Como detalle curioso, el rostro del gigante es un retrato de la cara del mismísimo George Hull. Burkhardt realiza un buen trabajo. Se detiene hasta en los más mínimos detalles, esculpiendo unos enormes atributos masculinos, cincelando con martillos especiales los poros de la piel y frotando la escultura con arena, tinta, betún y ácido sulfúrico para conseguir un efecto de envejecimiento de la piedra. Mientras Burkhardt y sus aprendices dan forma al gigante, Hull agarra su caballo y va a hacerle una visita a su primo William Newell, al que hace partícipe de su plan.

   Terminada la escultura en noviembre de 1868, Hull, Newell y dos amigotes más que a cambio de una bonita suma de pasta se les comerá la lengua el gato, trasladan al gigante de casi mil cuatrocientos kilos de peso a la granja de Newell y allí lo entierran cuidadosamente en una zanja de aproximadamente un metro de profundidad. Como la paciencia es una virtud, acuerdan esperar un año para desenterrar al coloso, dando tiempo a que se olvide que algunos vecinos los han visto transportar algo voluminoso en un carro y para que con el paso de los meses, la escultura coja algo de pátina del terreno. Meses más tarde, un afortunado golpe de suerte provoca que Hull decida poner en marcha el engaño un mes antes de lo acordado cuando, por pura casualidad, un granjero descubre unos huesos antiguos enterrados en sus terrenos. Hay que aprovechar el tirón. El resto de la historia ya la conocéis.

   Pero aquí no termina todo. La gente sigue acudiendo en masa para adorar al gigante bíblico al mismo ritmo que la cuenta corriente de Hull y Newell sigue engordando escandalosamente. Un buen día, junto a la masa de peregrinos acuden a ver al gigante un grupo de empresarios de Siracusa que, impresionados por el dinero que allí se movía, le hacen una oferta a Hull para comprarle el Gigante. La primera oferta de diez mil dólares es rechazada pero los treinta mil dólares que ofrecen como última oferta son imposibles de rechazar y, para disgusto de los habitantes de Cardiff, el coloso es cargado en un carro con destino a Siracusa. Allí, en una ciudad mucho más grande, pretenden sacar rendimiento a la inversión.

   En Siracusa, además de gente crédula, el gigante es visitado por Othniel C. Marsh, uno de los paleontólogos más reputados de Estados Unidos, adscrito a la Universidad de Yale. El resultado del examen es demoledor. Marsh declara ante quien lo quiera oír que el Gigante de Cardiff no es más que una burda falsificación que ni siquiera consigue ocultar las marcas de cincel, repartidas por todo el contorno. Los inversores se sienten desolados pero su aflicción no dura mucho tiempo pues al público le importan un comino las tonterías que pueda decir un paleontólogo de tres al cuarto, cuando la Biblia dice bien clarito que antes del diluvio, los gigantes campaban a sus anchas por ahí y se iban de parranda con las humanas como quien va al bar. Sorprendentemente, la gente sigue acudiendo a admirar al Gigante de Cardiff. El show continúa.

  
Gigante Barnum, Marvin's Museum
Y claro, como no, la noticia de la existencia del Gigante de Cardiff llega a oídos de uno de los pájaros con más caradura de todos los tiempos: nuestro amigo Phineas T. Barnum, propietario del Museo Americano y futuro fundador del Circo Barnum, al que dedicamos hace unos meses una bonita entrada. La podéis encontrar en el siguiente enlace: http://elpozodeesparta.blogspot.com.es/2013/01/el-mayor-espectaculo-del-mundo.html. Barnum se pone en contacto con el grupo de empresarios, actuales  propietarios del Gigante de Cardiff y les ofrece hasta sesenta mil dólares por un contrato de arrendamiento por tres meses para exhibirlo en su Museo Americano de Nueva York. Una auténtica fortuna que es rechazada sin más. Estos pobres paletos de Siracusa no saben con quien se la están jugando. Barnum, un tipo sin escrúpulos, no está dispuesto a retirarse con el rabo entre las piernas y abandonar un buen negocio, así es que decide fabricar su propio Gigante de Cardiff, pagando a un artista para esculpir su propia réplica exacta en yeso. Y no contento con esto, Barnum la exhibe en su Museo Americano y ofrece una recompensa de mil dólares al  avispado que demuestre que su gigante es menos auténtico que el que pueden encontrar en Siracusa.

Gigante de Cardiff, Farmer's Museum.
   Pronto, gracias a la tremenda reputación del Museo Americano de Barnum, multitud de personas acuden a ver la réplica, tantas que empieza a robar protagonismo e ingresos a la “orignal” de Hull. Furiosos por la jugarreta, los legítimos propietarios del Gigante de Cardiff presentan una demanda de estafa contra Barnum. Demanda que es desestimada por el juez porque los demandantes no pueden demostrar la autenticidad de su propio gigante. Una vez más Barnum se sale con la suya haciendo buena una de sus frases más famosas: “a la gente le gusta que la engañen”.

   El Gigante de Cardiff es, posiblemente, el mayor engaño de todos los tiempos. Con los años, el interés del público fue decayendo pero aun hoy, en nuestros días, el misterioso coloso sigue siendo popular. Actualmente, muchos norteamericanos e infinidad de turistas siguen viajando largas distancias para visitarlo en su hogar permanente en el Salón de la Fama del Museo del Agricultor de Cooperstown, Nueva York… o en el Marvin’s Marvelous Mechanical Museum de Detroit, si nos referimos al Gigante de Barnum.

Fuentes:
A Colossal Hoax: The Giant from Cardiff that Fooled America, de Scott Tribble
Marvin’s Marvelous Mechanical Museum site: http://marvin3m.com/
The Cooperstown Farmers Museum site: http://www.farmersmuseum.org/

Coordenadas Google Maps/Earth:
Cardiff, NY: 42.888359,-76.143021
Syracuse, NY: 43.049992,-76.147392
Barnum’s American Museum, NY: 40.711201,-74.008598
Marvin’s Marvelous Mechanical Museum, MI: 42.525410,-83.360008
The Cooperstown Farmers Museum, NY: 42.711491,-74.928703

Fotos:
Flickr

miércoles, 12 de junio de 2013

Feliz cumpleaños, Peter Dinklage; indiscutible conquistador del Trono de Hierro.

No podría imaginar la adaptación a la pantalla de  Game of Thrones  sin la aportación  de la personalidad del actor inglés Peter Dinklage a la obra.. así pues, postrándome a sus pies mis respetos y admiración por su talla profesional...

...toda una lección de que la estatura no está en los centímetros.

HAPPY BIRTHDAY, Peter.


tyrion cumpleaños



enjoy

miércoles, 5 de junio de 2013

FRITZ HAARMANN, "EL CARNICERO DE HANNOVER"

   Estamos en una modesta buhardilla situada a orillas del río Leine, en Neustrasse, el barrio de los ladrones y los excluidos de la ciudad alemana de Hannover. Una estancia pequeña pero con encanto, cierto aire bohemio y unas magníficas vistas al Leine. Podría ser un lugar encantador si nuestro protagonista hubiera puesto más esmero en la limpieza y decoración, y si no fuera porque Friedel Rothe, un chico de apenas 17 años, yace inerte encima de la mesa. Tiene la garganta seccionada y arrancadas la traquea y la carótida a mordiscos. Su cabeza, unida al tronco por apenas un jirón de tejido muscular, cuelga de forma grotesca de un extremo de la mesa, mientras la sangre que aun mana del cuello destrozado a dentelladas, va formando un enorme charco oscuro entre las cuatro patas de la mesa. Antes de morir, el infeliz ha sido violado y cruelmente torturado por una de las mentes criminales más sádicas de la historia. Un ogro que, no contento con el despiadado crimen que acaba de cometer, va a seguir ensañándose con el cadáver de Friedel Rothe de una forma que nadie en su sano juicio podrá imaginar.

   Ataviado con un delantal de carnicero, se dispone a desmembrar, deshuesar y descuartizar el cadáver para después venderlo como carne de caballo a sus vecinos. Y no faltarán compradores. En una época de crisis económica y escasez de productos de primera necesidad, venderá todo el género en pocos minutos obteniendo con ello pingües beneficios. El bajo precio, el aspecto y la frescura de la carne, ayudarán a la venta. Con tanta destreza como carencia de escrúpulos, suculentos trozos de carne del pobre infeliz de Friedel Rhote van llenando los cubos con los que alimentarán a los vacíos estómagos de los vecinos de Neustrasse.

   Nos encontramos en el año 1919, en la paupérrima Alemania de entreguerras, observando el lado más tenebroso de la condición humana, la crueldad sin límites, las tinieblas del mal. Los estómagos más sensibles aún están a tiempo de abandonar la nave. Comenzamos.

Fritz Haarmann
   A la hora de definir la personalidad de Fritz Haarmann, cualquier apelativo se queda corto. Su vida, desde la más tierna infancia, reunió todos los ingredientes y alguno que otro más, para formar parte con todo merecimiento del Top Five de las mentes más enfermas de todos los tiempos. Nacido en 1879 en el seno de una familia de escasos recursos, pronto se vio envuelto en el infierno que supone tener que ser criado por dos progenitores alcohólicos que resolvían cualquier problema a mamporros, por muy trivial que fuera la cuestión. Su madre, que además de beoda, no debía estar muy bien de la azotea, lo trataba como si fuera una niña. Siempre iba ataviado con ropa de niña, incluso al colegio, con el pelo adornado con bonitos lazos, lo que provocaba que fuera el hazmerreír de sus compañeros de clase. Su padre, cuando volvía a casa a dormir la mona y lo veía vestido de muñeca, encendía toda su cólera y le propinaba terribles palizas ante la mirada vidriosa y ausente de mamá. No hay que descartar que su madre lo vistiera de niña solo por cabrear a su padre. Cosas más raras se han visto.

   Aquél hogar era un auténtico infierno. Sus hermanas mayores pronto huyeron de la morada familiar para terminar malviviendo en cualquier apestoso rincón, mientras que el padre de Fritz, preocupado por la pinta afeminada de su hijo, lo mandó a una academia militar para que se curtiera y olvidara las combinaciones y las medias de encaje, hecho por el que odió y culpó a su padre el resto de su vida. No tardó en encontrar la forma de ser expulsado ipso facto de la academia y ahí se le pierde la pista hasta que, con diecisiete años, es detenido por acosar sexualmente a menores. Después de ir vestido de niña durante casi toda su corta vida, de jugar con muñecas y de ser obligado por su madre a comportarse como una niña, a nadie debería extrañar que Fritz Haarmann fuera homosexual. Lo de que al ser detenido comenzase a sufrir de fuertes ataques de epilepsia es algo más que añadir a su desafortunada suerte. Desafortunada porque, si bien en la actualidad sufrir de epilepsia es algo aceptado y medicamente controlado, a finales del siglo XIX, el epiléptico tenía todas las papeletas en el sorteo extraordinario de unas prolongadas vacaciones a una agradable y tranquila institución mental, una habitación acolchada y un bono de veinte sesiones de descargas eléctricas y duchas de agua fría.

  
Embutidos vendidos de estraperlo por Haarmann

Después de recibir el alta médica, Fritz se dedica a engrosar su currículo de criminal de poca monta, con hurtos aquí y allá, pequeños altercados, algún negociete poco claro y por supuesto, a perseguir a adolescentes con fines oscuros. Al estallar la Gran Guerra, Haarmann se libra de ser llamado a filas debido a sus antecedentes psiquiátricos. Es durante este tiempo cuando aprende el oficio de carnicero, vendiendo carne de cerdo y caballo en el mercado negro. Por fin, después de tantos años de calamidades, a Fritz las cosas le empiezan a marchar medio bien. El floreciente negocio de la carne de contrabando le permite adquirir una pequeña buhardilla en un barrio marginal de Hannover, a orillas del Leine, donde se muda a vivir. Su calamitoso pasado de palizas, humillaciones y electroshocks ha quedado atrás. Es tratado con respeto por sus vecinos e incluso, gracias a sus contactos en los bajos fondos, ahora trabaja como colaborador y confidente de la policía. Hasta le han dado una placa y todo. Fritz Haarmann se siente importante.

   Pero su alegría no va a durar mucho. Al término de la Gran Guerra, las potencias vencedoras asfixian económicamente a la ya de por sí empobrecida Alemania. Si durante la guerra era complicado encontrar productos de consumo frescos como la carne, ahora se torna una misión imposible incluso en el mercado negro. Con su negocio de venta de carne de contrabando en paro forzoso y su anhelada vida respetable a punto de irse por el sumidero,  Haarmann idea un método tremendamente sencillo para mantener siempre su negocio abastecido de carne fresca al tiempo que da rienda suelta a sus instintos pederastas.

Buhardilla de Fritz Haarmann en el 27 Cellestraße, Hannover
   La guerra ha dejado a miles de muchachos sin hogar y sin familia, que vagabundean por las calles buscando un trozo de comida que llevarse a la boca. Chavales, su secreta pasión, que se agolpan en las estaciones de tren buscando un techo donde cobijarse y la oportunidad de conseguir un plato caliente por parte de algún alma caritativa o de un empleo por miserable que sea, que le proporcione amparo y alimento. Es aquí donde Fritz  Haarmann, “el carnicero de Hannover”, encuentra su particular granja de suministro de carne fresca y de paso, cuerpos jóvenes con los que desatar sus más oscuras pasiones. Haciendo uso de la placa que la policía de Hannover le entregó por su condición de soplón, se acerca a estos jóvenes muchachos haciéndose pasar por inspector de policía, eligiendo a los más inocentes de edades entre los doce y los dieciocho años, prometiéndoles un plato de comida y un techo donde dormir mientras hace gestiones para encontrarles un trabajo con el que ganarse la vida de forma decente.
  
   Es así como engaña a su primera víctima, Friedel Rothe, el chico de diecisiete años que conocimos al principio de ésta entrada. Con la ayuda de Hans Grans, su amante, Haarmann sometía a sus víctimas a toda clase de terribles vejaciones, terminando el sanguinario espectáculo con la muerte a mordiscos del chico. Una vez saciado, los socios se prestaban a descuartizar el cadáver con la destreza de un buen carnicero, deshuesando los pedazos y fabricando salchichones, salchichas y morcillas con las vísceras y despojos. Todo el género era vendido al día siguiente en el mercado negro a precio de derribo, como carne de cerdo y caballo. Los huesos eran metódicamente triturados, metidos en bolsas de basura y repartidos por los alrededores del parque Herrenhausen. Con el tiempo se cansó de moler los huesos de sus víctimas y, con todo el descaro del mundo, comenzó a arrojarlos por la ventana de su buhardilla para caer al cauce del río Leine. Hecho que con el tiempo, como veremos, fue su perdición.

Huesos recuperados del fondo del río Leine
   Entre 1918 y 1924 las denuncias por desaparición de adolescentes en Hannover fue muy elevada pero a nadie pareció extrañarle. Los chicos que desaparecían sin dejar rastro, casi siempre eran vistos por última vez merodeando por las inmediaciones de la estación de trenes. Las autoridades, más preocupadas en solucionar las enormes necesidades de todo tipo de la población, generadas a causa de la Primera Guerra Mundial, le prestaban escasa atención a este tipo de denuncias. Por tanto, la impunidad con la que actuaba Fritz  Haarmann era total.

   El principio del fin llegó la mañana del 17 de mayo de 1924, cuando unos niños que jugaban en la orilla del río, descubrieron con asombro un cráneo humano. Cuando la policía se acerca al lugar, descubren nuevos fragmentos de hueso que tienen toda la pinta de ser humanos, por lo que ordenan el dragado de esa zona para intentar averiguar la identidad y procedencia de aquellos restos. El resultado de los trabajos no pudo ser más espantoso. Nada menos que quinientos huesos, o lo que es lo mismo, los despojos de veintitrés cadáveres de muchachos jóvenes, fueron recuperados de entre los lodos del fondo del Leine.

Haarmann detenido
   La policía inicia las pesquisas y pronto comienza a atar cabos al relacionar las desapariciones de adolescentes con aquellos huesos encontrados. Después de más de cinco años de denuncias caídas en saco roto, comienzan a investigar en serio las desapariciones de adolescentes y las pistas les llevan hasta Fritz  Haarmann, un viejo conocido de la pasma, soplón para más señas, con antecedentes por intento de violación y acoso a menores. La policía comienza a seguir con discreción a Haarmann, hasta que descubren que suele merodear con bastante frecuencia por los alrededores de la estación de trenes, lugar donde muchos de los muchachos desaparecidos fueron vistos por última vez. Finalmente, el 22 de junio de 1924, Fritz  Haarmann es detenido por conducta inmoral, al ser pillado in fraganti intentando engatusar a un adolescente para que lo acompañara a su casa.

La policía encuentra pelo humano en la estufa de la buhardilla
   Los agentes, en un intento de encontrar pruebas contra él, acuden a registrar su buhardilla, quedando horrorizados al darse de bruces con una dantesca casquería. La sangre salpica las paredes de la modesta buhardilla; huesos, carne y vísceras se encuentran desparramados por toda la estancia, y en un rincón de la cocina encuentran una enorme cantidad de embutido preparada y lista para ser comercializada. Fritz intenta justificarse diciendo que durante estos últimos años se ha dedicado al comercio de carne de caballo y cerdo en el mercado negro, como todos sus vecinos podrán corroborar, ya que todos ellos le habían comprado sus excelentes productos durante todo este tiempo. Una coartada que pronto se desmorona cuando los investigadores encuentran grandes cantidades de ropa y objetos personales pertenecientes a las victimas desaparecidas. Ante la magnitud de las pruebas, no tuvo más alternativa que confesar sus crímenes ante los estupefactos rostros de la policía.

Juicio contra Fritz Haarmann y Hans Grans
   El 14 de diciembre de 1924 se inicia el juicio oral contra Haarmann con la presencia de cerca de 200 testigos. Lejos de negar los hechos, el carnicero de Hannover relató sus andanzas con tenebrosa sangre fría, ante el tribunal, abogados, testigos, familiares de las víctimas, público y periodistas, sin ahorrarse ningún detalle. Confesó cómo elegía a los jóvenes según la indumentaria que llevaban, cómo los embaucaba con falsas promesas para llevarlos a su casa, cómo eran vilmente ultrajados sexualmente llevando a efecto todo tipo de humillaciones para, finalmente, matarlos a mordiscos en el cuello, beberse su sangre e incluso comerse algunas partes de su cuerpo. 

"Me gustaba hacerles dos cortes en el abdomen y poner sus intestinos en un cubo. Les aplastaba los huesos del cuello, les rompía los hombros y absorbía toda su sangre. Después, les sacaba el corazón, los pulmones y los riñones, los picaba y los metía en un cubo; deshuesaba la carne y tiraba los huesos por el inodoro o por la ventana, directos al río. Siempre he odiado hacer esto pero no pude evitarlo. Mi pasión por los jovencitos era mucho más fuerte".

Fosa común con los restos recuperados, cementerio de Hannover
   Con media sala del tribunal horrorizada y la otra media en los aseos con las tripas revueltas ante nauseabunda confesión, llega el momento cumbre del testimonio cuando Haarmann decide contestar con despiadada sinceridad a las insistentes preguntas de la fiscalía, sobre el destino final de la carne de sus víctimas. La sala descubre incrédula como Fritz Haarmann vendía los finados a la población, haciéndolos pasar como carne de cerdo o caballo, ya fuera en forma de sabrosas chuletas, nutritivos bistecs, jugosos filetes o sazonadas viandas. Gracias al excelente producto que comercializaba y a sus bajos precios, la carne se la quitaban literalmente de las manos. 

  Friedrich “Fritz” Heindrich Karl Haarmann, fue condenado por el tribunal a veinticuatro penas de muerte por sus veinticuatro asesinatos probados, aunque él mismo confesó entre cincuenta y setenta, mientras que los investigadores llegaron a la conclusión de haber cometido más de cien. Fue una decisión fácil pues hasta él mismo pidió para sí mismo la pena de muerte buscando la manera de poner fin a su depravación. Hans Grans, su amante y cómplice, también fue sentenciado a la pena capital pero, debido a su corta edad, la pena de Grans primero se conmutó por cadena perpetua, para más tarde ser cambiada por 12 años de presidio. 
  

  Por último, el 15 de abril de 1925, con apenas cuarenta y cinco años de edad y sin haberse arrepentido nunca de las atrocidades cometidas, el carnicero de Hannover fue pasado por la guillotina. “Aquí yace el exterminador” fue el epitafio que eligió para su lápida como último deseo antes de morir, deseo que no se cumplió porque su cuerpo y sobretodo, su cabeza, fue reclamada por varios grupos de científicos para diseccionarlo y averiguar empíricamente las causas de su maldad. En la actualidad, la cabeza de Fritz  Haarmann se encuentra expuesta en la escuela médica de Göttingen, Alemania.


   Lo curioso del asunto es que nunca ningún cliente de Fritz  Haarmann sospechó de que, en un período de total carestía de carne fresca, él se las ingeniara para tener siempre un suministro constante de carne de primera calidad y lo que es mejor, a precios de risa. ¿O acaso lo sabían? ¿Me pasas ese muslito de ahí?

Fuentes:
Pasajes del Terror; Juan Antonio Cebrián Ed. Nowtilus año 2003
Fotos:


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