"La guerra es como una actriz que va envejeciendo. Es cada vez
menos fotogénica y cada vez más peligrosa". Esta frase de Robert Capa, el
corresponsal de guerra que mejor fotografió el horror y el
sufrimiento de la II Guerra Mundial, nos sirve como punto de partida para
recordar el septuagésimo aniversario del desembarco que cambió Europa y el
rumbo del conflicto más sangriento en la historia de la humanidad. El 6 de
junio de 2014 se cumplen setenta años de esa fecha. Para conmemorar ese momento,
os invito a seguir a Robert Capa, tal vez el más conocido fotógrafo de guerra
de todos los tiempos, un consumado jugador de póquer que odiaba su oficio, en
sus peripecias hasta su llegada como un soldado más a la playa de Omaha.
Gerda Taro tras un miliciano. Guerra Civil Española |
Después de
cubrir con gran éxito la guerra civil española y la segunda guerra
sino-japonesa, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial encontramos a un Robert
Capa apátrida, vagando sin rumbo por las calles de Nueva York y viviendo su
triste existencia de exiliado huido de la represión nazi, en un miserable ático
del Village, sin un centavo en los bolsillos y sin motivo alguno por el que
levantarse cada mañana. Añora París, su ciudad de adopción y se siente un extraño
en Estados Unidos. Un día, después de un largo paseo sin rumbo fijo, al abrir
su herrumbroso buzón encuentra tres cartas: una factura de la luz, otra del
Departamento de Justicia en el que, como ex ciudadano húngaro con pasaporte de
refugiado, pasa a ser considerado un enemigo extranjero y debe entregar sus
cámaras, y una tercera en la que el Collier’s Weekly le ofrece una plaza en un
barco hacia Inglaterra y un cheque de 1.500 dólares para cubrir el conflicto. Con
las tres cartas abiertas sobre el feo mantel de hule que cubre la mesa de la
cocina, decide su destino lanzando una moneda al aire: si sale cruz irá al
Departamento de Justicia, si sale cara, aceptará la oferta para ir a
Inglaterra. Sale cruz pero como consumado buen jugador hace trampas. Toma la
decisión de cobrar el cheque del Collier’s Weekly y apañárselas de algún modo
para llegar a Inglaterra.
Robert Capa, cubierta del USS Chase |
El 5 de junio
de 1944 Capa monta en la caja trasera de un camión Chevrolet G506 para
transporte de tropas y es llevado al puerto de Weymouth, donde se encuentra
atracado el USS Samuel Chase, un flamante barco de transporte de tropas de
asalto tripulado por la Guardia Costera de los Estados Unidos, esperando su
valiosa carga de lanchas Higgins, suministros de combate y carne de cañón. Cientos
de acorazados, navíos cargados de tropas, cargueros y barcazas de asalto se agolpan
de forma amenazante en la dársena. En prevención de un posible ataque aéreo por
parte de la maltrecha y casi inexistente Luftwaffe, miles de globos
aerostáticos flotan en el aire sobre esta magnífica máquina de guerra. Soldados
tumbados al sol en las cubiertas de los buques, observan con fingida
indiferencia las maniobras de carga y abastecimiento de la flota.
Buscando a nuestro
protagonista, subimos a bordo del USS Chase. En la cubierta superior, ajenos al
caos que los rodea, vemos a un numeroso grupo de jugadores apostando cientos de
dólares como si no hubiera un mañana, apiñados en torno a un par de manoseados dados.
Es una absoluta certeza que para la mayoría de ellos no habrá un mañana.
También observamos a hombres solitarios retirados en rincones apartados,
escribiendo pomposas cartas de despedida a sus novias jurando amor eterno, o
redactando emotivos testamentos en los que se despiden de sus familiares más
queridos, dan cariñosos consejos para el futuro a sus hermanos pequeños o simplemente
dejan su pasta a la familia. En el gimnasio, contemplamos un modelo a escala de
la playa de Omaha, con todos sus árboles y casas fielmente reproducidos.
Tenemos que pasar con cuidado porque hay algunos hombres tumbados boca abajo,
observando con inquietud la maqueta de la costa francesa, eligiendo con
meticulosidad el camino que van a seguir entre las aldeas de plástico, buscando
protección tras los árboles de plástico y las trincheras de plástico. En la
sala de mapas, en las cubiertas inferiores de las entrañas del USS Chase,
también hay otra maqueta con un modelo a escala de todos y cada uno de los
barcos que van a participar en la operación Overlord. Oficiales de la marina
enfundados en sus solemnes uniformes, empujan con pericia los barquitos de
plástico en dirección a las playas de plástico. Un bonito juego de mesa.
Cerca del
gimnasio, cámara en mano fotografiando la curiosa escena de la maqueta,
encontramos a Robert Capa. Mientras trabaja está pensando a qué Compañía seguir
en la mañana del desembarco. Al ser corresponsal de guerra y no un simple
soldado, tiene la libertad de elegir donde y cuando estar en cada momento de la
acción, siempre dentro de unos límites. Ese día le han ofrecido tres opciones:
Cubrir a la Compañía B en una misión en principio bastante segura, seguir a la
Compañía E en la primera oleada de desembarco en el sector Easy Red de la playa Omaha, con lo cual se asegurará las primeras fotos en suelo francés, o acompañar
al mando del 16º Regimiento de la 1ª División de Infantería que seguirá de
cerca las primeras oleadas de infantería, pero alejado de la acción. La última
opción es la más sensata y una apuesta segura de seguir vivo al anochecer. Como
buen jugador se decide por la apuesta más arriesgada: acompañar a la Compañía E
en la primera oleada.
Una vez elegido
su destino en la mañana del Día D y después de fotografiar a los concienzudos
soldados estudiando con obstinación cada detalle de la fiel maqueta de plástico
de la costa norte francesa, Capa sube a la cubierta del Chase para echar un
último vistazo a la cada vez más lejana costa inglesa. La visión de la costa perdiéndose en el horizonte le toca la fibra sensible, de modo que se une a la legión de los afligidos
escritores de cartas. En mitad de una lacrimosa carta de despedida, se
arrepiente de la idea, se la guarda en el bolsillo interior de la guerrera y
decide no enviarla. Entonces se une al tercer grupo, el de los jugadores. Su
grupo natural. A las dos de la mañana en mitad de una animada partida de
póquer, la megafonía anuncia el inminente desembarco.
Pertrechado
con una máscara antigás, un salvavidas hinchable, una pala, diversos artilugios,
dos cámaras réflex Contax II de 35 mm. de lente única cargadas con película en
blanco y negro de 36 fotografías, una Rolleiflex cargada con película de 5.7
centímetros cuadrados, varios rollos de película de repuesto y su cara
gabardina Burberrys doblada con un toque de elegancia en el brazo, se dirige
con los muchachos al atestado comedor del Chase donde los chicos de cocina de
la marina, vestidos con guantes y una inmaculada chaqueta blanca, están
sirviendo con un celo y una atención inusuales tortitas, salchichas, huevos y
café. Es el desayuno del condenado. Todos los saben.
A las cuatro de
la mañana dos mil hombres forman en perfecto silencio en la cubierta superior a
la espera del primer rayo de sol. Las lanchas Higgins de desembarco se
balancean sumisas en los pescantes, esperando recibir su correspondiente ración
de carne de cañón para ser arriadas a una mar picada. Aguardan con paciencia su
desayuno. Su ración de soldado temeroso camino de un destino incierto.
El silencio es
abrumador. Cada hombre, pertrechado con todo su equipo de combate, está
abstraído en sus pensamientos. Unos rezan en silencio, otros piensan en su
familia y en el maldito día en el que se enrolaron voluntariamente en esta
locura. Muchos se concentran en silencio en los meses de entrenamiento en suelo
inglés para intentar poner en práctica lo aprendido y salvar el pellejo. Capa
piensa en todos los buenos momentos de su vida y también en conseguir las
mejores fotos que pueda. Nadie parece impaciente por enfrentarse al enemigo y
podríamos jurar que a nadie le importaría permanecer así todo el día hasta el
anochecer. Pero el sol es obstinado y con puntualidad suiza comienza a
despuntar por el horizonte.
Los soldados
de la primera oleada comienzan a subir a las lanchas de desembarco que son
arriadas con lentitud a una mar encrespada. Antes de que toquen la superficie
del agua todos están empapados. Los hombres, debido a los nervios y al estado
de la mar, comienzan a vomitar al instante. Es el destino de las tropas
anfibias: ser infelices en el agua para después ser infelices en tierra.
Al segundo de
poner los motores en marcha, cuando están situados a pocos metros de la
superestructura del USS Chase y a varias millas de la costa de Normandía, escuchan
el zumbido inconfundible del primer pepinazo. Instintivamente los hombres se
agachan y entierran la cara en la mezcla de agua salada y vómito que cubre en
piso de la lancha. Permanecen agachados hasta que la barcaza llega a su sórdido
destino. Al tocar el fondo plano suelo francés, el piloto negro hace descender
la compuerta frontal de acero. El espectáculo que ofrece la encantadora Francia
es infernal. El humo y las explosiones lo invaden todo. El asfixiante olor a
pólvora quemada despierta al instante todos los sentidos de supervivencia de
los muchachos. Grotescos obstáculos de acero pueblan los metros finales de
playa. Fuego nutrido de ametralladora barre todo el perímetro de Easy Red.
Certeros francotiradores juegan al tiro al pato con los soldados de las
primeras lanchas. A la derecha, un par de tanques Sherman DD anfibios yacen
lánguidos envueltos en llamas.
En contra de
todo sentido común y pese a la barbarie que les espera con los brazos abiertos,
los soldados salen de la barcaza como alma que lleva el diablo y se sumergen
hasta la barbilla en las gélidas aguas del Canal. Frente a esta infernal escena
de muerte y fuego, vemos Robert Capa parado de pie en la pasarela de
desembarco, cámara en mano, con la firme intención de tomar la primera foto
seria de la invasión. El piloto de la lancha Higgins, con una evidente prisa
por salir pitando de aquél infierno, cree que Capa está sufriendo un
comprensible ataque de inseguridad y le ayuda a decidirse a tocar suelo francés
con una buena patada en el trasero.
El caos es
colosal. Los muchachos pronto pierden contacto con los soldados de su Compañía,
más preocupados de salvar el pellejo que de mantener un orden marcial. Nosotros
también hemos perdido de vista a Capa. Para dar con él no nos queda más remedio
que sumergirnos en las frías aguas y buscar cobijo en una de las estructuras antidesembarco de acero y hormigón que pueblan la
orilla de la playa. Agachados, con el agua al cuello, intentamos adivinar
siluetas entre el humo. Las balas del calibre 7,92 mm de las ametralladoras MG42 se sumergen en el agua a nuestro alrededor, salpicándonos la cara y dejando
finas estelas blancas a su paso. El fuego de mortero hace su trabajo en la
orilla levantando géiseres de arena y cuerpos despedazados. El infierno no
puede ser peor.
Un soldado
tembloroso se acerca buscando cobijo en nuestro obstáculo. Pasa junto a
nosotros y nos atraviesa limpiamente. Es lógico porque nosotros en realidad no
estamos aquí. Solo somos meros observadores. Al menos eso espero. El chico que
apenas tendrá 19 años, agacha la cabeza, saca de la funda impermeable su fusil
M1 Garand y comienza a disparar hacia la playa sin apuntar demasiado. Después
de unos minutos de disparar al azar, el ruido del fusil le da el suficiente
valor para avanzar hacia el siguiente obstáculo y nos deja solos. El campo
libre que deja al abandonar nuestra posición nos permite divisar refugiado en
otro obstáculo, a pocos metros de nosotros a Robert Capa, cámara en mano,
inmortalizando a los muchachos que intentan esquivar las balas con mayor o
menor fortuna, en su avance hasta la cabeza de playa.
Observamos
como Capa agota el carrete de su primera Contax, la guarda en su funda de hule
impermeable, se deshace de su elegante chubasquero Burberry y avanza unos
cincuenta metros más, abriéndose paso entre cadáveres flotantes y nutrido fuego
de fusilería, buscando refugio en el esqueleto destrozado de un vehículo
anfibio aliado. Saca la segunda Contax de su funda y sigue disparando fotos. Se
juega el cuello como un soldado más solo que él no está armado. Él no está allí
para matar alemanes y liberar a Europa del yugo nazi. Su misión es sacar las
mejores fotos del momento para la posteridad, siguiendo con fidelidad su viejo lema
de la Guerra Civil Española: “si la foto no es lo bastante buena es que no estás
lo bastante cerca”.
Los últimos
veinticinco metros de playa son una lluvia de metal ardiente escupido con saña
por las MG 08 y los cañones del 88 alemanes. La marea está subiendo y los
muchachos tienen que dejar sitio en los obstáculos para las siguientes oleadas.
No les queda más remedio que dirigirse hacia el matadero. Los últimos metros
hasta la arena, son una alocada carrera de Capa esquivando a la muerte.
Agotado por el
mar y el miedo, se tumba exhausto en una estrecha franja de arena húmeda
entre el agua y el alambre de espino, protegida hasta cierto punto por una
ligera pendiente del fuego de fusil y ametralladora. Junto a él se encuentran
por casualidad un médico judío y Larry, el capellán irlandés del Regimiento, un
tipo simpático que a falta de fusil o cámara de fotos, dispara con milimétrica
certeza insultos que sonrojarían al criminal más duro de cualquier antro de
cuarta categoría.
Capa saca la
petaca del bolsillo y se la ofrece a Larry, que sin levantar la cabeza un palmo
del suelo, bebe con gran pericia un largo trago por la comisura del labio. El sanitario
judío imita a la perfección la técnica del capellán y se sirve su
correspondiente ración de agua de fuego. El capellán enciende el último pitillo
que le queda seco y lo va pasando a sus improvisados compañeros de trinchera.
En esas están cuando un obús de mortero impacta en las cercanías de su
posición, acribillando de metralla a un infortunado soldado. El cura irlandés y
el médico judío son los primeros en salir por patas de Easy Red. Capa hace la
foto. Siguen cayendo obuses cada vez más cerca pero Capa sigue disparando su
Contax como si no ocurriera nada a su alrededor. Treinta segundos después, se termina
la película de la cámara. Rebusca en el macuto en busca de otro rollo pero al
encontrarlo, sus manos mojadas y temblorosas lo echan a perder antes de que pueda
colocarlo en la cámara.
Se detiene un
momento y es entonces cuando empieza a ser consciente de la situación
desesperada en la que se encuentra. La cámara vacía le tiembla en las manos. Es
un nuevo tipo de miedo que nunca antes ha sentido. Ni en España, ni en China, ni
en Sicilia, ni en las ardientes arenas del norte de África. Es un miedo que le
estremece el cuerpo y lo sacude de pies a cabeza. Desengancha la pala de su
macuto e intenta cavar con desesperación un hoyo en el que esconderse pero la
pala pronto toca la dura roca del fondo y no puede continuar. Vuelve a
acurrucarse inmóvil en su posición y observa a su alrededor. Todos los hombres
que lo rodean están inmóviles, paralizados por el miedo. Solo los muertos de la
orilla se mueven empujados por las olas.
De entre la
bruma, una lancha LCI surge desafiando el fuego enemigo. De ella asoman un puñado
de enfermeros con brazaletes y cruces rojas pintadas en los casos. Sin pensarlo
dos veces, Capa se incorpora como un resorte y corre esquivando balas alemanas
y cadáveres aliados en dirección a la barcaza. Con el agua al cuello y las
cámaras en alto para evitar que se mojen, de repente es consciente de que está
huyendo. A pocos metros de la pasarela de desembarco, para en seco e intenta
volver a la playa pero su cuerpo no le responde. Intenta engañarse a sí mismo
repitiendo que solo intenta llegar al barco para secarse las manos pero la
realidad es que el miedo lo atenaza.
Al alcanzar el
barco, un obús impacta en la superestructura y mata al instante parte de la
tripulación, llenando todo de restos humanos y plumas procedentes del relleno
de los chalecos salvavidas. Igual que si estuvieran matando pollos. El barco
empieza a escorar y el capitán toma la decisión de abandonar la playa para
intentar llegar al buque nodriza antes de irse a pique. Capa baja a la sala de
máquinas, se seca las manos, coloca nuevos rollos de película en las cámaras y
sube de nuevo a la cubierta a tiempo de sacar una última foto de la playa cubierta
de humo. Después se dedica a fotografiar a la tripulación mientras realizan
transfusiones de sangre en la cubierta. Antes de que el barco termine en el
fondo del canal, una lancha Higgins que vuelve de suministrar a la playa su
correspondiente ración de carne de cañón, evacua a todo el personal con gran
dificultad debido a la mar picada. Pasadas las doce del mediodía, Capa llega
junto con los supervivientes al USS Chase, el mismo buque del que había salido
seis horas antes. Ahora la cubierta está repleta de muertos y heridos que han
sido rescatados de las insaciables fauces de la playa Omaha. Los chicos de
cocina que horas antes habían servido el desayuno, tienen sus impolutos
uniformes blancos teñidos de rojo con la sangre de los heridos.
Capa sigue
trabajando, fotografiando las consecuencias de la batalla. Se mueve con sus
cámaras entre los muertos y heridos, plasmando el momento y ayudando en lo que
puede. En un momento dado se marea y pierde el conocimiento. Se despierta horas
más tarde en una camilla con una etiqueta al cuello que pone “Caso de
agotamiento. Sin placas de identificación”. Mientras el barco pone rumbo a
Inglaterra, con el ruido de los motores de fondo, Robert Capa pasa toda la
noche en vilo mirando al techo, culpándose de cobardía. Piensa que debía
haberse quedado en la playa.
Revista Life, reportaje del 19-6-1944 |
Las fotos tomadas por Robert Capa en el Sector Easy Red de la playa
Omaha son consideradas como las mejores fotos del Día D y uno de los mejores
reportajes fotográficos de guerra de todos los tiempos. Sin embargo, de las 106
fotos tomadas solo sobrevivieron 11 debido a un emocionado e inexperto ayudante
de laboratorio que aplicó demasiado calor al secar los negativos. La valiosa
película se desintegró ante la atónita mirada de toda la oficina de Londres.
Cuando la revista Life publicó el reportaje de siete páginas en su edición del
19 de junio de 1944, en los pies de foto de las imágenes salvadas del desastre estropeadas
por el calor, se excusaron diciendo que las fotos estaban “ligeramente
desenfocadas” debido a que “las manos de Capa habían temblado
violentamente”.
Fuentes:
El relato del desembarco está
basado en el libro de memorias escrito por el propio Robert Capa “Ligeramente desenfocado”, Madrid, La
Fábrica Editorial, 2009.
Fotos de Robert Capa ©
International Center of Photo.
Podéis admirar muchas más fotos
del legendario Robert Capa en el sitio https://www.magnumphotos.com/C.aspx?VP3=SearchResult&ALID=29YL535ZXX00
Un artículo excelente sobre una de las figuras míticas del último conflicto mundial. Además, pienso que su trabajo de campo se convirtió en catálogo del buen hacer para generaciones posteriores de reporteros gráficos destinados en conflicto bélicos. Leí hace tiempo un libro biográfico sobre Capa que me pareció genial, el título sangre y champán.
ResponderEliminarUn paseo por un pedazo de historia que me resultó fantástico, Gran trabajo. Abrazos.
Gracias Jorge. Te aconsejo la lectura del libro "Ligeramente desenfocado", escrito por el propio Robert Capa.
EliminarUn abrazo.
Gracias por este magnifico artículo. Como nativo de Cerro Muriano que soy, desde aquí le doy las gracias a Robert Capa...Saludos.
ResponderEliminarGracias a tí Juan. Un abrazo.
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