Dieciséis
de octubre de mil ochocientos sesenta y nueve. En una granja situada en los
alrededores de Cardiff, Nueva York, un encantador pueblo temeroso de Dios
ubicado a doce kilómetros al sur de Siracusa, unos trabajadores se emplean duro
en la excavación de un pozo. Armados con picos y palas, empiezan a remover una
parcela de tierra junto a la casa del granjero William C. “Stub” Newell. Es un
trabajo pesado y aburrido pero fácil y rutinario para ellos. Lo han hecho
cientos de veces, solo que hoy no resultará tan fácil, rutinario y aburrido. He
hecho, está a punto de producirse un acontecimiento arqueológico sin
precedentes en la tranquila Cardiff, en todo el estado de Nueva York y por
extensión, en todo Estados Unidos.
No llevan ni un metro excavado cuando la
pala deja al descubierto lo que parece ser un descomunal pie humano. Rapidamente
se olvidan del pozo y comienzan a desenterrar el misterioso hallazgo. William
Newell, el dueño de los terrenos, no pierde detalle de la operación. Está junto
a su primo George Hull, un fabricante de puros que se encuentra de paso esos
días. Con sumo cuidado, palada a palada, con el paso de los minutos lo que al
principio parecía un pie, va tomando forma hasta quedar al descubierto una
colosal figura humana de más de tres metros de alto y unos mil cuatrocientos
kilos de peso. Asombrados, llegan a la conclusión de que sin duda, se trata de un
coloso petrificado por el paso de los siglos. Es uno de los gigantes
mencionados en el Génesis 6:04: “Había
gigantes en la tierra en aquellos días…”
La noticia del hallazgo de un gigante
bíblico en la apestosa granja de Stubby Newell corre como la pólvora por todo
Cardiff. Espoleados por el afortunado descubrimiento semanas antes, a apenas
dos kilómetros de distancia de la granja de Newell, de unos huesos antiguos por
parte de un granjero mientras araba, fósiles auténticos según certificaron
científicos de la Universidad de Cornell, cientos de cristianos piadosos se agolpan a sus puertas para ver y tocar al hijo de Yahvé que, según las
Sagradas Escrituras, en tiempos pretéritos él y sus semejantes “se unieron a las hijas de los hombres y
ellas les dieron a luz hijos. Estos son los héroes de la antigüedad, hombres de
renombre.” (Génesis 6:04). Stubby no pondrá ningún reparo para que sus
vecinos puedan contemplar la obra de Dios… siempre y cuando pasen por caja.
Porque tarde o temprano, amigos míos, la cuestión crematística termina por
salir a relucir.
Stubby y Hull, su taimado primo, montan un
tinglado alrededor del gigante y comienzan a cobrar 25 centavos a cada persona
que quiera ver al Goliat antediluviano. La noticia vuela a todas partes y
pronto comienzan a llegar peregrinos procedentes de todos los rincones del
Estado. Ni siquiera la afluencia de gente menguó cuando deciden subir los
precios y empiezan a cobrar 50 centavos por dar un vistazo y rezar un
“padrenuestro” a los pies del coloso. Llegan periodistas de todo el país y
escriben en sus artículos frases como esta:
“Cuando uno lo mira, no puede evitar sentir que está en presencia de un ser
grande y superior. La multitud reunida a su alrededor parecía casi embelesada.
No había levedad.” La coyuntura llega al esperpento cuando Newell abandona
su peto de granjero, su sombrero de paja y su brizna de hierba en la boca, para
enfundarse un chaqué, encasquetarse un bombín, encender un descomunal puro y
comenzar a dar conferencias sobre el descubrimiento y naturaleza del Gigante de
Cardiff. Precio de la visita y la charla: un dólar. Aún así, la gente sigue llegando
en masa de lugares tan lejanos como la ciudad de Nueva York. El dichoso gigante
resulta ser una mina de oro.
Mientras el dinero seguía fluyendo a
borbotones a los repletos bolsillos de Stubby Newell y George Hull, pronto
surgieron nuevas teorías acerca del origen del Gigante de Cardiff. A la teoría “petrificacionista” que defendía que se trataba de un gigante bíblico
fosilizado, se le unió una nueva corriente teórica comandada por el doctor John F.
Boynton, quien defendía que se trataba de una talla del siglo XVII efectuada
por un misionero jesuita para impresionar a los indios locales. Lo cierto es
que ni una ni otra teoría eran acertadas. La verdad fue mucho más divertida.
Mucho, mucho más divertida.
Para conocer el origen del Gigante de
Cardiff, nos tenemos que remontar al año 1868, cuando George Hull huye de la
ciudad de Binghamton, Nueva York, abandonando a la carrera su plantación de
tabaco agobiado por las deudas. Con una sonrisa en los labios al haber evitado
que le partan las piernas o algo mucho peor, se dirige al oeste en busca de
mejor fortuna. Tal vez un golpe de suerte le lleve a encontrar un filón de oro.
Quien sabe. Pero Hull nunca llega a tierra del oro. En el camino, se topa con
algo más valioso que el metal amarillo: la credulidad humana.
En su camino al oeste en busca de fortuna,
George se detiene en Ackley, Iowa, para visitar a su hermana. Una tarde escucha
a un predicador citar el Génesis 6:04 de la Biblia: “Y había gigantes en la tierra en esa época…”. Él, como buen ateo,
se mofa del sermón del predicador, lo que le cuesta una tremenda reprimenda por
parte de la audiencia. Como él mismo describe posteriormente, aquella parte del
sermón lo mantiene despierto casi toda la noche. La credulidad de la gente acaba
de brindarle una brillante idea.
Al día siguiente, dirige su caballo a las
cercanías de una cantera dedicada a extraer piedra para la construcción del
ferrocarril de Iowa y allí, a cambio de un barril de cerveza, consigue un
bloque de piedra caliza de 3’6 x 1’2 x 0’6 metros y tres toneladas de peso. Una
auténtica mole de piedra que pretende llevar a Chicago envuelta en una lona.
Después de tres semanas de viaje, dos carros convertidos en astillas por el
peso y un puente destrozado a su paso, descarga el bloque de piedra en un granero vacío propiedad
del picapedrero de origen alemán Edward Burkhardt. Éste, con la ayuda de dos
aprendices, y a cambio de la nada despreciable cifra de 2.600 dólares y su
silencio, comienza a tallar la figura de un gigante de más de tres metros de
altura, muerto tras una larga agonía. Como detalle curioso, el rostro del
gigante es un retrato de la cara del mismísimo George Hull. Burkhardt realiza
un buen trabajo. Se detiene hasta en los más mínimos detalles, esculpiendo unos
enormes atributos masculinos, cincelando con martillos especiales los poros de
la piel y frotando la escultura con arena, tinta, betún y ácido sulfúrico para
conseguir un efecto de envejecimiento de la piedra. Mientras Burkhardt y sus
aprendices dan forma al gigante, Hull agarra su caballo y va a hacerle una
visita a su primo William Newell, al que hace partícipe de su plan.
Terminada la escultura en noviembre de 1868,
Hull, Newell y dos amigotes más que a cambio de una bonita suma de pasta se les
comerá la lengua el gato, trasladan al gigante de casi mil cuatrocientos kilos
de peso a la granja de Newell y allí lo entierran cuidadosamente en una zanja
de aproximadamente un metro de profundidad. Como la paciencia es una virtud,
acuerdan esperar un año para desenterrar al coloso, dando tiempo a que se
olvide que algunos vecinos los han visto transportar algo voluminoso en un
carro y para que con el paso de los meses, la escultura coja algo de pátina del
terreno. Meses más tarde, un afortunado golpe de suerte provoca que Hull decida poner en marcha el engaño un mes antes de lo acordado
cuando, por pura casualidad, un granjero descubre unos huesos antiguos
enterrados en sus terrenos. Hay que aprovechar el tirón. El resto de la
historia ya la conocéis.
Pero aquí no termina todo. La gente sigue
acudiendo en masa para adorar al gigante bíblico al mismo ritmo que la cuenta
corriente de Hull y Newell sigue engordando escandalosamente. Un buen día,
junto a la masa de peregrinos acuden a ver al gigante un grupo de empresarios
de Siracusa que, impresionados por el dinero que allí se movía, le hacen una
oferta a Hull para comprarle el Gigante. La primera oferta de diez mil dólares
es rechazada pero los treinta mil dólares que ofrecen como última oferta son
imposibles de rechazar y, para disgusto de los habitantes de Cardiff, el coloso
es cargado en un carro con destino a Siracusa. Allí, en una ciudad mucho más
grande, pretenden sacar rendimiento a la inversión.
En Siracusa, además de gente crédula, el
gigante es visitado por Othniel C. Marsh, uno de los paleontólogos más
reputados de Estados Unidos, adscrito a la Universidad de Yale. El resultado
del examen es demoledor. Marsh declara ante quien lo quiera oír que el Gigante
de Cardiff no es más que una burda falsificación que ni siquiera consigue
ocultar las marcas de cincel, repartidas por todo el contorno. Los inversores
se sienten desolados pero su aflicción no dura mucho tiempo pues al público le
importan un comino las tonterías que pueda decir un paleontólogo de tres al
cuarto, cuando la Biblia dice bien clarito que antes del diluvio, los gigantes
campaban a sus anchas por ahí y se iban de parranda con las humanas como quien
va al bar. Sorprendentemente, la gente sigue acudiendo a admirar al Gigante de
Cardiff. El show continúa.
Gigante Barnum, Marvin's Museum |
Gigante de Cardiff, Farmer's Museum. |
Pronto, gracias a la tremenda reputación del
Museo Americano de Barnum, multitud de personas acuden a ver la réplica, tantas
que empieza a robar protagonismo e ingresos a la “orignal” de Hull. Furiosos
por la jugarreta, los legítimos propietarios del Gigante de Cardiff presentan
una demanda de estafa contra Barnum. Demanda que es desestimada por el juez
porque los demandantes no pueden demostrar la autenticidad de su propio
gigante. Una vez más Barnum se sale con la suya haciendo buena una de sus
frases más famosas: “a la gente le gusta
que la engañen”.
El Gigante de Cardiff es, posiblemente, el mayor engaño de todos los tiempos.
Con los años, el interés del público fue decayendo pero aun hoy, en nuestros días,
el misterioso coloso sigue siendo popular. Actualmente, muchos norteamericanos e infinidad de turistas siguen viajando largas distancias para visitarlo en su hogar
permanente en el Salón de la Fama del Museo del Agricultor de Cooperstown,
Nueva York… o en el Marvin’s Marvelous Mechanical Museum de Detroit, si nos
referimos al Gigante de Barnum.
Fuentes:
A Colossal
Hoax: The Giant from Cardiff that Fooled America, de Scott Tribble
Marvin’s
Marvelous Mechanical Museum site: http://marvin3m.com/
The
Cooperstown Farmers Museum site: http://www.farmersmuseum.org/
Coordenadas Google Maps/Earth:
Cardiff, NY: 42.888359,-76.143021
Syracuse, NY:
43.049992,-76.147392
Barnum’s
American Museum, NY: 40.711201,-74.008598
Marvin’s
Marvelous Mechanical Museum, MI: 42.525410,-83.360008
The
Cooperstown Farmers Museum, NY: 42.711491,-74.928703
Fotos:
Flickr
Es un artículo genial, estupendo, me encantó conocer esta historia que desconocía por completo.
ResponderEliminarLa falta de pudor de ciertos espabilados es una causa histórica de grandes fraudes, siempre unido, lógicamente, al apoyo de las férreas y estúpidas doctrinas religiosas que reblandecen la capacidad de la gente de ver la verdad.
Me repito, con gusto, un excelente artículo.
Abrazos.
Gracias Jorge. Añadir como curiosidad que los habitantes de Cardiff celebran una fiesta anual en honor al Gigante. Además de comer y beber hasta reventar, representan una especie de función donde dan vida a todos los detalles de la historia. Es muy curioso y divertido.
ResponderEliminarUn abrazo.
¡Ostras Pedrin!
ResponderEliminarEstá clarisimo en qué se inspiraron los inventoresd el neoliberalismo.