He
estado durante días dudando si incluir o no esta entrada como la
cuarta entrega de la serie “Lugares de Córdoba…”. La historia
reúne casi todos los ingredientes para un buen relato de misterio:
sucesos traumáticos, edificios centenarios con una trágica historia
de dolor a sus espaldas, sufrimiento de inocentes, fantasmas…
Aunque en este caso el fantasma, en singular, es una persona de carne
y hueso. Como decía mi abuela, a los muertos no hay que tenerles
miedo; son los vivos los más peligrosos. La singular personalidad de
Diego Rodríguez Lucero bien merece dedicarle una entrada para él
solito. A golpe de torturas refinadas y espantosos asesinatos, se
fabricó a pulso una bien merecida fama de sádico carnicero.
Acompañadme a este apasionante y a la vez macabro viaje al pasado.
Comenzamos.
Las campanas de la Mezquita-Catedral y de todas las iglesias de
la ciudad llevan repicando desde primeras horas de la mañana. Por la
puerta principal de la prisión del Santo Oficio, sita en los
antiguos alcázares de los Reyes Cristianos, una tenebrosa procesión
surge de sus lúgubres entrañas. Encabeza la marcha una gran cruz
ornamentada en oro y piedras preciosas, enarbolada por el fiscal del
Tribunal del Santo Oficio. Monta un hermoso caballo de guerra y viste
sus mejores ropas y alhajas para tan litúrgico acto. Justo detrás
de él, un grupo de frailes dominicos encapuchados, portando cirios y
rezando en latín, preceden a ciento siete infelices convictos
condenados a la hoguera. Muchos de los reos casi no se sostienen en
pie debido al martirio sufrido. Algunos de ellos, la mayoría, lucen
miembros fracturados, articulaciones dislocadas, heridas todavía
sangrantes y horrorosas quemaduras. Las mujeres exhiben cabezas
rapadas al cero. Todos visten el clásico sambenito adornado con
demonios y escenas del infierno, coronado por un capirote engalanado
con más diablos y llamas del averno. Es el desfile de los
desahuciados. Ciento siete falsos judíos conversos, culpables de
herejía y de ceremonias judaizantes. Marranos carne de hoguera.
Cierran la marcha los lanceros a caballo para velar por el orden del
espectáculo, junto a un revoltijo de familiares de miembros de la
Inquisición y de representantes de las comunidades religiosas
existentes en Córdoba para dar más solemnidad al acto. A esta farsa
de acto. A la cabeza, junto al fiscal del Tribunal del Santo Oficio,
marcha a pie Diego Rodríguez Lucero, a la sazón Inquisidor de
Córdoba, vestido de pies a cabeza de riguroso negro y escoltado por
tres lanceros de gesto fiero y corazas relucientes. La población
cordobesa asiste perpleja, en un silencio desgarrador, al espectáculo
de esta infame procesión. Un silencio que es roto con insultos por
algunas personas, los más valientes, los más desesperados, cuando
distinguen la siniestra figura del inquisidor. Es el atardecer del
viernes, veintidós de diciembre de mil quinientos cuatro.
Entrada principal del alcázar de los Reyes Cristianos |
Durante
siglos, la convivencia en Córdoba entre judíos, moros y cristianos
fue de lo más pacífica. Incluso con la reconquista de la capital
por el rey cristiano Fernando III, llevada a cabo en junio de 1236,
se respetó la vida y la libertad religiosa de todos sus habitantes,
sin excepción. Siglos después, expulsados musulmanes y judíos por
los Reyes Católicos, los cordobeses conversos no tuvieron excesivos
problemas de convivencia con los cristianos y su cada vez más
influyente Iglesia. Con la fundación de la Santa Inquisición
llevada a cabo por los Reyes Católicos en 1478, la situación apenas
cambió hasta su abolición definitiva en 1834 por la reina Isabel
II. En Córdoba, el Santo Oficio fue una institución de escaso
relieve que, dentro de lo que cabe teniendo en cuenta la mentalidad
de la época, trataba con relativa “humanidad” a los condenados.
En sus casi trescientos sesenta años de funcionamiento, los Autos de Fe en Córdoba, en su inmensa mayoría, consistían en una especie de
confesión pública que se saldaba con una multa económica, un par
de “avemarías” y alguna que otra misa. El uso del tormento era
innecesario puesto que la mayoría de los acusados confesaban sus
faltas por iniciativa propia y los que no “cantaban” sus pecados, eran puestos en libertad por defecto de probanza. En casi cuatro
siglos, en el quemadero cordobés de Ronda del Marrubial, apenas se
asaron a dos decenas de infelices herejes… si exceptuamos los algo
más de seis años de reinado del terror del Inquisidor de Córdoba,
don Diego Rodríguez Lucero, alias “el tenebroso” o “el
monstruo”. Pero sigamos con nuestro relato.
El quemadero de Córdoba, situado a extramuros junto al camino
de Madrid, cerca de los arroyos “Piedras”, “Matadero”,
“Hormiguita”, “Camello” y “Casitas Blancas”, en el pago
del Marrubial, está abarrotado por miles de cordobeses que aguardan
expectantes la llegada de la tétrica procesión, mientras ésta
cruza la ciudad envuelta en rezos, lamentos, alaridos y quejidos. El
lugar podría ser hasta bonito si no fuera por la suciedad acumulada,
el absoluto abandono de la muralla y la gran pira que puede divisarse
a centenares de metros de distancia. Una hoguera para ciento siete
personas. Junto al lienzo exterior de la muralla, a un lado del inmenso brasero, se ha montado un estrado para las autoridades civiles y
eclesiásticas. Está colocado a una prudente distancia para que sus
ocupantes no se chamusquen las cejas con el calor y las ascuas pero
lo suficientemente cerca para poder disfrutar del macabro espectáculo
sin perder detalle. Frente a la multitud congregada se erigen un
púlpito y un altar provisional revestidos de paño negro.
Al contrario de lo que el lector pueda pensar, no es un día
festivo. La gente no ha acudido para burlarse de los condenados,
jalear al verdugo y disfrutar con el sufrimiento ajeno. Están
indignados. Si no fuera por la guarnición de lanceros que velan
porque el acto llegue a buen término, hace rato que se hubieran
amotinado para salvar el pellejo de los que van a ser ejecutados con
toda injusticia. Hoy no se atreverán. Tal vez más adelante. En el
pago del Marrubial, todo está preparado para poner un funesto broche
al más cruento de los Autos de Fe celebrados por todos los
Tribunales de la Inquisición española a lo largo de toda su
historia.
Casa de Lucero, en la calle Encarnación |
En
1499, nombrado por el arzobispo de Sevilla, su amigo Fray Diego de
Deza, Diego Rodríguez Lucero toma posesión de su cargo como
inquisidor de la diócesis de Córdoba, instalándose en el número 7
de la Calle Encarnación de la capital cordobesa, casa que aún sigue
en pie en nuestros días. Lucero es un tipo hosco, de difícil trato y
carácter agrio como lo definen sus propios colegas. No lo traga
nadie. Un tipo perverso que odia a todo el mundo y no se molesta en
disimularlo. La historia no ha recogido el por qué de esa particular
personalidad. Lo que sí ha quedado documentado son las tropelías
cometidas amparándose su cargo divino, al punto de convertir una
ciudad tranquila de fácil convivencia, en un auténtico polvorín a
punto de estallar.
Obsesionado
con descubrir falsos conversos, aplica a los sospechosos de herejía
los más refinados tratamientos de tortura para que confiesen sus
pecados. Se vale de patrañas, testimonios amañados y falsas
denuncias para llevar al cadalso a cualquiera. No importa que sea
rico o pobre, militar o clérigo, labriego o estudiante. Entre los
años 1499 y 1506 lleva a la hoguera a casi trescientos cordobeses,
incluyendo las macro ejecuciones en masa llevadas a cabo en los Autos
de Fe de los días 13 de febrero de 1501, con 81 personas asesinadas,
1 de mayo de 1502 con 27 más y el día 22 de diciembre de 1504 con
107 personas quemadas en la hoguera.
Alcázar de los Reyes Cristianos, antigua sede y prisión del Santo Oficio |
Lucero
sufre ataques físicos por parte de la indignada población
cordobesa. Es apedreado varias veces cuando camina por la calle e
incluso es agredido físicamente en alguna ocasión. Ya no se atreve
a salir a la calle, ni siquiera escoltado. Pasa la mayor parte de su
tiempo en la prisión del Santo Oficio, el hoy conocido como el
Alcázar de los Reyes Cristianos de la capital cordobesa. Nobles
cordobeses como el marqués de Priego y notables como Pedro Mártir
de Anglería, miembro del Consejo de Indias y primer Cronista de la
época, elevan quejas a las más altas instancias del reino. Durante
cinco años se escriben cartas al Inquisidor General Diego de Deza y
se viaja a la corte del rey Fernando pidiendo la destitución del
inquisidor Lucero por su crueldad, no consiguiendo nada positivo en
todo este tiempo. Incluso apelan a la autoridad del Papa Julio II
pero en esta ocasión es el propio rey Fernando quien defiende a
Diego de Deza, a Lucero y a todos sus colegas. Los cordobeses no
pueden creer que el rey Fernando haya sido capaz de mandar dos cartas
al Papa Julio II, pidiéndole que no preste crédito a las quejas de
la población, pues a buen seguro los reos han sido juzgados con
arreglo a la ley.
El
descontento, el hartazgo y la sensación de abandono en Córdoba
llega a tal extremo que la noche del 9 de noviembre de 1.506, el
pueblo, arropado por los nobles, asaltan la cárcel inquisitorial
dejando libres a cuatrocientos presos, tomando como rehenes a un
fiscal y a un notario de la Inquisición. Todos los cordobeses
menores de sesenta años toman parte en el asalto. Cegados por la
cólera, mientras buscan al “Tenebroso” por todas partes, arrasan
el interior del edificio sin respetar nada a su paso. Tienen la
intención de cogerlo vivo para torturarlo y quemarlo. No tendrán
esa suerte. El Inquisidor Lucero, alertado en los primeros minutos
del asalto, se ve obligado a escapar por la puerta trasera del
Alcázar, en el antiguo camino del río Guadalquivir, a lomos de una
mula.
Todos
estos hechos, sumados a una carta de protesta escrita por don Gonzalo
de Ayora, a la sazón Capitán General y cronista, dirigida al
secretario personal del Rey, quejándose amargamente de los desmanes,
agravios e injusticias cometidas, culminan por fin no solo con la
destitución de Diego Rodríguez Lucero, sino también con el cese de
Diego de Deza como Inquisidor General. Tal fue el escándalo, que se
sentó también por primera vez en la historia a la Inquisición en
el banquillo de los acusados. No obstante y pese a todo, Rodriguez
Lucero tras ser apresado y juzgado, logró salirse de rositas de todo
el proceso, regresando poco después a Sevilla donde hizo buen
provecho de sus amistades y enchufes para seguir viviendo a cuerpo de
rey al amparo de la bicoca eclesiástica de la época.
No
siempre se hace justicia a gusto de todos. Por cierto, la casa número
7 de la calle Encarnación, domicilio de “el tenebroso”, aún sigue
en pie en nuestros días, como he citado al principio. Está
abandonada en estado ruinoso, cerrada a cal y canto pero al acercarse
a ella e intentar fisgar algo de su interior a través de sus
asoladas contraventanas, se puede percibir cierto halo de energía
negativa; un instintivo rechazo. Parece un lugar interesante donde pasar la noche.
Fuentes:
The American Historical
Review Vol. 2, No. 4, Jul., 1897, publicado por Oxford University
Press
LA INQUISICION ESPAÑOLA,
escrito por Cecil Roth, Ediciones Martínez Roca, S.A.
Coordenadas Google Maps:
Alcázar de los Reyes
Cristianos: 37°52′38″N 4°46′55″O
Calle Encarnación, 7:
37.880519 -4.779023
Ronda del Marrubial
(antiguo Quemadero de la Inquisición): 37.892352 -4.767768
Fotos: MAB e internet.
Un documento genial. La narrativa excepcional.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias Jorge, eres muy amable.
ResponderEliminarUn abrazo.
Después de leer el post, cuando recorra los lugares citados, será inevitable verlos de otro modo.
ResponderEliminarGran artículo, Miguel, muy completo y bien ilustrado con tus propias fotos ex profeso.
Los halagos del Jefe siempre motivan. Gracias.
EliminarMagnífico relato sobre las masacres y latrocinios que practicaron esta gentuza en nombre de Dios.
ResponderEliminarEn Córdoba, después de Lucero, la Inquisición montó grandes espectáculos en el Quemadero de Ronda del Marrubial en contadas ocasiones. Después de todo, la revuelta de la población cordobesa contra la crueldad de Lucero y la Iglesia católica sirvió de algo.
EliminarUn saludo
Felicidades. Una gran entrada.
ResponderEliminarGracias. Un saludo
EliminarCon un detalle, la casa se rehabilitó, yo mismo tuve la desgracia de vivir en el número 7, en régimen de arrendamiento, donde a fecha del 2004 me contagie de dicha energía, no queriendo salir de la casa y leyendo cosas que en mi vida leí, además de otros sucesos, que no contaré por temor a que alguien me tome por loco. Lo que si me intriga es el lugar donde descansan los restos de este demonio, del cual no supe su existencia hasta hará dos días de la fecha.
ResponderEliminarme encantaria que me describieras la casa, estoy enfrescado en una novela cuyo protagonista es Rodriguez luzero al que ya utilice como personaje en Los inquisidores de Granada, mi ultima novela
Eliminarme encantaria que me describieras la casa, estoy enfrescado en una novela cuyo protagonista es Rodriguez luzero al que ya utilice como personaje en Los inquisidores de Granada, mi ultima novela
EliminarSaludos desde Finlandia. La historia de la Santa Inquisicion es toda mi vida. Mi facebook página sobre el Santo Oficio es: INSTRUCCIONES ANTIGUAS, y sobre padres Inquisidores.Donde está la tumba de Diego Lucero? Gracias. Inger Keränen. Mi correo el pikkuirwin1@luukku.com Gracias.
ResponderEliminarMurió en Sevilla en 1508. Tengo entendido que se desconoce donde descansan sus restos. Un saludo.
EliminarInquisidores eran muy inteligentes!Pero el Inquisidor tiene a su vez otras armas de la inteligencia con las que neutralizarlas que el maestro Eymerico nos proporciona en su manual. La primera es «apremiar con repetidas preguntas a que respondan sin ambages y categóricamente a las cuestiones que se le hicieren». La segunda es hablar con blandura, dando ya por cierta la acusación, haciendo ver al reo que ya lo sabe todo y que en realidad es una víctima engañada por otro, de manera que cuanto antes confiese antes podrá volverse a casa. Una estratagema que puede complementarse con la tercera, que consiste en hojear cualquier papel de interrogatorios anteriores mientras se afirma categóricamente «está claro que no declaráis verdad, no disimuléis más», haciéndole creer así que en ellos hay pruebas contra él. La cuarta es decirle al sospechoso que se tiene que hacer un viaje muy largo, por ello es mejor que confiese ahora, ya que si no tendrá que permanecer todo ese tiempo retenido en la cárcel hasta la vuelta del juez, y será peor. La quinta será multiplicar las preguntas hasta encontrar alguna contradicción. La sexta es ganarse la confianza del acusado ofreciéndole comida y bebida, visitas de familiares y amigos a su calabozo y prometiéndole reducir la pena si confiesa. En este punto considera lícito mentir y hacer promesas ilusorias. La séptima consiste en compincharse con alguien de confianza del reo para que le sonsaque la verdad con complicidad, incluso haciéndole creer que es de la misma secta. En este caso debe haber un escribano escondido tras la puerta que tome nota de la confesión del sospechoso, de producirse. Si todo lo anterior no funcionase, entonces se recurrirá a la cuestión del tormento. Para ello propone usar el instrumento de tortura llamado potro. De él había dos variantes, en una se ataban brazos y piernas tirando en direcciones contrarias hasta lograr el dislocamiento de los miembros, y en la otra atar el cuerpo y las extremidades tensando cada vez más la cuerda hasta que atravesase la piel y provocara desgarros en la carne. Aunque se muestra partidario de estas prácticas, Nicolao advierte de que deben usarse con cautela para no provocar la muerte del acusado. Al fin y al cabo ya está para eso la hoguera. Inger Keranen.
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