La historia de Córdoba tiene miles de
anécdotas a cual más curiosa, no en vano más de dos mil años de existencia dan para
muchos sucesos, efemérides y leyendas, algunas ciertas y otras deformadas por
el paso de los siglos. Hoy, haciéndonos eco de una de esas leyendas, vamos a
hablar de expresiones populares. De una expresión en concreto. Vaya por delante
que esta entrada a muchos les va a parecer una tontería, una chorrada, una
estupidez… un pego. Porque para el que no sea cordobés el vocablo “pego” le sonará a sinónimo de encolar,
fijar, unir, adherir… o incluso a golpear, zurrar o maltratar pero para una
persona que haya nacido y/o vivido en Córdoba, “pego” tiene otras connotaciones bien diferentes. Cuando un
cordobés dice “tal cosa es un pego” utiliza
esta palabra para describir aquello que es una bobada, una torpeza, un
disparate, una minucia, o, más directamente, una tontería. El equivalente en el
uso y contexto a la expresión chorrada.
Jardines de Colón, Campo de la Merced. |
Como todo en esta vida, el origen de tan
repetido vocablo tiene un antecedente histórico pero para descubrirlo os
propongo un viaje en el tiempo a la Córdoba de principios del s. XIX,
concretamente al Campo de la Merced, uno de los puntos más hermosos de los
alrededores de la Córdoba del XIX y, por supuesto, de nuestros días. Si bien en
la actualidad el Campo de la Merced-Molinos Alta es un barrio perteneciente al
distrito Centro de la capital, hace doscientos años era un amplio espacio
abierto frente a la muralla de la ciudad, situado entre la Puerta Osario, Puerta
del Rincón y la torre de la Malmuerta, apenas habitado, sin casas ni corrales
que impidieran la visión de las torres y almenado de la muralla. El nombre de
la Merced es debido al convento de esta orden que presidía la zona, que ha
sobrevivido hasta nuestros días como sede de la Diputación Provincial de
Córdoba. En el centro había un gran llano, hoy ocupado por los jardines de
Colón y su monumental fuente de estilo modernista, cuyas obras de cimentación
se iniciaron en 1835, siendo alcalde de la ciudad el Conde de Torres Cabrera.
Después de leer esta parrafada histórica
muchos habréis dicho “vaya chorrada” o “vaya pego”, o “este tipo es un pegoso”.
Si es así me parece perfecto, señal inequívoca de que habéis entrado en
contexto. Porque es en este preciso lugar, el llano frente al convento de la
Merced, hoy ocupado por los jardines de Colón, donde un francés va a entrar de
lleno en la historia del léxico cordobés.
El tipo en cuestión se llamaba Louis Pegau, un
francés afincado en Córdoba, conocido en la época por ser uno de los socios
fundadores del Liceo Francés de esta ciudad. Hombre ilustrado versado en
diversas disciplinas, estaba fascinado por las aplicaciones aeronáuticas del
principio de los fluidos de Arquímedes llevadas a cabo por compatriotas suyos,
mediante el cual una gran bolsa llena de aire previamente calentado, era capaz de
elevarse y permanecer colgada del cielo sin apenas esfuerzo. Mágico.
Pegau vivía obsesionado con los éxitos de
los hermanos Joseph y Jacques Montgolfier, padres del globo aerostático, y de
Jean-François Pilâtre de Rozier y el Marqués d’Arlandes, primeros humanos de la
historia que realizan un vuelo libre tripulado el 21 de noviembre de 1783 en
París, delante de 400.000 personas, reyes de Francia y su corte incluidos. Se
pasaba el día dando la brasa a quien quisiera escucharlo que él, como buen
francés, también sería capaz de hacer volar un globo aerostático usando los
planos de los hermanos Montgolfier y de paso, convertirse en la primera persona
de la historia que sobrevolara en globo la ciudad de Córdoba.
La expectación crece en la ciudad, cuando se
empieza conocer que Louis Pegau, ese francés de extraño hablar y maneras refinadas,
se propone construir una máquina voladora. Encarga a diversos artesanos de
Córdoba insólitas estructuras de madera, incontables metros de lino y papel
encerado decorados con vivos colores, cientos de metros de cuerda de esparto y
una misteriosa canasta de mimbre. En las tertulias de la época el tema
principal de conversación es la fascinación que levanta la posibilidad de que
el hombre venza a la naturaleza y sea capaz de elevarse por el aire como un
pájaro. Si, es algo que ya se ha hecho antes, incluso se sabe que en Madrid el
italiano Vincenzo Lunardi ha conseguido hacer volar en España el primer globo
aerostático tripulado, en los jardines del parque el Buen Retiro. Un
Montgolfière, como es conocido en la época. Pero esta vez es diferente. Por
primera vez, los cordobeses van a ver elevarse al cielo infinito un
montgolfière tripulado. Los párrocos se rasgan las vestiduras en sus sermones
dominicales, condenando al hombre que desafía a la sabia naturaleza y a la
voluntad del Señor. Los niños sueñan con volar en globo. Toda Córdoba vive con
interés el acontecimiento anunciado a bombo y platillo por monsieur Pegau.
Mientras la fecha señalada se va acercando,
los preparativos en los llanos de la Merced se aceleran. Ante la mirada de
cientos de curiosos, monsieur Pegau supervisa personalmente con gran
meticulosidad las extrañas estructuras que poco a poco se van levantando. Llama
especialmente la atención esa gran tarima elevada en cuyo centro hay un enorme
hueco circular que expulsa humo y fuego. Todo es nuevo y extraño para una
ciudad como Córdoba, acostumbrada a la rutina, la calma y las costumbres. “Todo sea por el progreso y la ciencia”,
dice un curioso subido a lomos de su borrico, mientras se quita el sombrero de
paja y da un trago de agua de su roñoso botijo.
Todo está listo y dispuesto para el
acontecimiento cordobés del siglo. Louis Pegau se muestra exultante cuando
comprueba que miles de cordobeses se arremolinan en los llanos de la Merced
dispuestos a contemplar el vuelo majestuoso del montgolfière. Con este
acontecimiento científico pretende dar un impulso a una ciudad deprimida por
diversas epidemias, sequías, y malos gobernantes. Una ciudad en otro tiempo
luchadora y abierta pero que ha sido invadida por el derrotismo, a veces
llamado erróneamente senequismo, que aún aflora en nuestros días.
Treinta mil personas, que se dice bien
pronto, se agolpan entre los lienzos de la muralla y el convento de la Merced,
rodeando el tinglado que monsieur Pegau y sus ayudantes han montado. No son las
400.000 personas que reunió el globo de Jean-François Pilâtre de Rozier en París
pero no está nada mal para una población de poco más de cuarenta mil
habitantes. Fascinados, los cordobeses contemplan como un gran globo de lino y
papel encerado, de un diámetro de unos quince metros y más de doscientos kilos
de peso, es situado a una altura conveniente sobre el fuego que surge del
interior de la tarima, con el propósito de calentar el aire del interior de la
aeronave. El proceso de calentamiento del aire del interior es lento y tedioso.
Pegau, para hacer la espera más amena, explica a voz en grito los principios de
Arquímedes aplicados a la ciencia de volar pero la gente no entiende nada. Son
en su mayoría analfabetos que lo único que buscan es ver a un hombre volar en
un extraordinario artefacto fruto de la invención humana. Y si se mata en el
intento, pues mucho mejor.
Las horas avanzan y el globo no se mueve un
palmo del suelo. Todos los intentos de Pegau por hacer volar su artefacto no
sirven de nada. Culpa al tamaño y calidad del fuego, a la tela posiblemente
defectuosa, a la elevada temperatura ambiente… La gente murmura, se desespera
con el lento paso de las horas sin que ocurra nada sorprendente y empieza a
abandonar el lugar entre decepcionada, irónica y burlona, convirtiendo todo
aquello en una gran cagada del señor Pegau.
Tal fue la decepción en la capital cordobesa
que cuando algo no funcionaba o no servía para nada se empezó a decir que era
como lo del Pegó, hasta degenerar en nuestros días en el término “pego”, sinónimo de chorrada o estupidez.
Tal parece ser el origen de este vocablo genuinamente cordobés. Una leyenda
hermosa, amena e interesante, que encaja como anillo al dedo con la
idiosincrasia del común cordobés pero que, como toda leyenda, no tiene por qué
ser del todo cierta.