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jueves, 22 de mayo de 2014

ROBERT CAPA, EL FOTÓGRAFO DEL DESEMBARCO

   "La guerra es como una actriz que va envejeciendo. Es cada vez menos fotogénica y cada vez más peligrosa". Esta frase de Robert Capa, el corresponsal de guerra que mejor fotografió el horror y el sufrimiento de la II Guerra Mundial, nos sirve como punto de partida para recordar el septuagésimo aniversario del desembarco que cambió Europa y el rumbo del conflicto más sangriento en la historia de la humanidad. El 6 de junio de 2014 se cumplen setenta años de esa fecha. Para conmemorar ese momento, os invito a seguir a Robert Capa, tal vez el más conocido fotógrafo de guerra de todos los tiempos, un consumado jugador de póquer que odiaba su oficio, en sus peripecias hasta su llegada como un soldado más a la playa de Omaha.

  
Gerda Taro tras un miliciano. Guerra Civil Española
Su nombre real era Endre Ernö Friedmann, un apátrida de padres judíos nacido el 22 de octubre de 1913 en Budapest, Hungría. Robert Capa era el seudónimo que usaban tanto él como su novia, la alemana Gerda Taro, cuando comenzaron a cubrir la Guerra Civil española como fotógrafos independientes. Sus trabajos eran a menudo rechazados por las agencias de noticias por lo que se les ocurrió la genial idea de inventar a un intrépido fotógrafo norteamericano, Robert Capa, para que sus trabajos fueran aceptados. Este hecho hace dudar a los expertos de la autoría de una de las fotos más famosas de Capa, “Muerte de un Miliciano”, tomada en las inmediaciones de Cerro Muriano, en el frente de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936. Hay historiadores que sostienen que la famosa foto fue tomada en realidad por Gerda Taro. Fuera tomada por uno u otro, eso es lo de menos. En plena contienda española, Friedmann pidió matrimonio a Taro y esta lo rechazó, motivo que provocó cierto distanciamiento en la pareja. Para entonces Friedmann ya firmaba todos sus trabajos como Robert Capa mientras que Gerda Taro intentaba abrirse camino usando su propio nombre. La historia de amor terminó en la batalla de Brunete, un 25 de julio de 1937, cuando Gerda Taro fue destripada por las cadenas de un tanque republicano en retirada, muriendo al día siguiente en el hospital inglés de El Goloso, en el Escorial. Le faltaban seis días para cumplir los 27 años.  Endre Friedmann, ya para entonces Robert Capa, nunca superó su muerte.

Después de cubrir con gran éxito la guerra civil española y la segunda guerra sino-japonesa, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial encontramos a un Robert Capa apátrida, vagando sin rumbo por las calles de Nueva York y viviendo su triste existencia de exiliado huido de la represión nazi, en un miserable ático del Village, sin un centavo en los bolsillos y sin motivo alguno por el que levantarse cada mañana. Añora París, su ciudad de adopción y se siente un extraño en Estados Unidos. Un día, después de un largo paseo sin rumbo fijo, al abrir su herrumbroso buzón encuentra tres cartas: una factura de la luz, otra del Departamento de Justicia en el que, como ex ciudadano húngaro con pasaporte de refugiado, pasa a ser considerado un enemigo extranjero y debe entregar sus cámaras, y una tercera en la que el Collier’s Weekly le ofrece una plaza en un barco hacia Inglaterra y un cheque de 1.500 dólares para cubrir el conflicto. Con las tres cartas abiertas sobre el feo mantel de hule que cubre la mesa de la cocina, decide su destino lanzando una moneda al aire: si sale cruz irá al Departamento de Justicia, si sale cara, aceptará la oferta para ir a Inglaterra. Sale cruz pero como consumado buen jugador hace trampas. Toma la decisión de cobrar el cheque del Collier’s Weekly y apañárselas de algún modo para llegar a Inglaterra.

Robert Capa, cubierta del USS Chase
Meses más tarde, en la primavera de 1944, encontramos a Robert Capa en un enorme campo de entrenamiento rodeado de alambre de espino, situado en la costa sureste de Inglaterra. En sus instalaciones, miles de jóvenes norteamericanos ultiman su instrucción para la gran invasión. Está tumbado en el catre de un barracón, envuelto en una nube de tabaco, observando con recelo el pequeño fajo de francos impresos en papel de mala calidad que le han dado a cambio de un puñado de dólares y libras que llevaba en los bolsillos. Tienen pinta de ser más falsos que un dólar de madera. De hecho lo son. A la hora de imprimir francos, el Estado Mayor podría haber puesto más empeño. Junto al paquete de Chesterfield descansa un librito en el que se explica cómo tratar y dirigirse a los oprimidos franceses por el yugo nazi, en el que se incluyen algunas frases útiles en francés, como "Bonjour, monsieur, nous sommes les amis américains". Esta es para los hombres. "Bonjour, mademoiselle, voulez vous faire une promenade avec moi?" Esta, para las mujeres. La primera significa "No me dispare, señor", y la segunda puede significar cualquier cosa. En el librito, una guía útil para el perfecto invasor, se encuentran otras sugerencias referidas a los boches, a quienes esperan encontrar por millares en esas playas. Estas sugerencias incluyen apropiadas frases en alemán que sirven para prometer cigarrillos, baños de agua caliente y todo tipo de comodidades, todo a cambio de hacer algo muy sencillo: rendirse incondicionalmente. Robert Capa espera con paciencia como un soldado más, ser llamado para participar en el gran Día D.

El 5 de junio de 1944 Capa monta en la caja trasera de un camión Chevrolet G506 para transporte de tropas y es llevado al puerto de Weymouth, donde se encuentra atracado el USS Samuel Chase, un flamante barco de transporte de tropas de asalto tripulado por la Guardia Costera de los Estados Unidos, esperando su valiosa carga de lanchas Higgins, suministros de combate y carne de cañón. Cientos de acorazados, navíos cargados de tropas, cargueros y barcazas de asalto se agolpan de forma amenazante en la dársena. En prevención de un posible ataque aéreo por parte de la maltrecha y casi inexistente Luftwaffe, miles de globos aerostáticos flotan en el aire sobre esta magnífica máquina de guerra. Soldados tumbados al sol en las cubiertas de los buques, observan con fingida indiferencia las maniobras de carga y abastecimiento de la flota.

Buscando a nuestro protagonista, subimos a bordo del USS Chase. En la cubierta superior, ajenos al caos que los rodea, vemos a un numeroso grupo de jugadores apostando cientos de dólares como si no hubiera un mañana, apiñados en torno a un par de manoseados dados. Es una absoluta certeza que para la mayoría de ellos no habrá un mañana. También observamos a hombres solitarios retirados en rincones apartados, escribiendo pomposas cartas de despedida a sus novias jurando amor eterno, o redactando emotivos testamentos en los que se despiden de sus familiares más queridos, dan cariñosos consejos para el futuro a sus hermanos pequeños o simplemente dejan su pasta a la familia. En el gimnasio, contemplamos un modelo a escala de la playa de Omaha, con todos sus árboles y casas fielmente reproducidos. Tenemos que pasar con cuidado porque hay algunos hombres tumbados boca abajo, observando con inquietud la maqueta de la costa francesa, eligiendo con meticulosidad el camino que van a seguir entre las aldeas de plástico, buscando protección tras los árboles de plástico y las trincheras de plástico. En la sala de mapas, en las cubiertas inferiores de las entrañas del USS Chase, también hay otra maqueta con un modelo a escala de todos y cada uno de los barcos que van a participar en la operación Overlord. Oficiales de la marina enfundados en sus solemnes uniformes, empujan con pericia los barquitos de plástico en dirección a las playas de plástico. Un bonito juego de mesa.

Cerca del gimnasio, cámara en mano fotografiando la curiosa escena de la maqueta, encontramos a Robert Capa. Mientras trabaja está pensando a qué Compañía seguir en la mañana del desembarco. Al ser corresponsal de guerra y no un simple soldado, tiene la libertad de elegir donde y cuando estar en cada momento de la acción, siempre dentro de unos límites. Ese día le han ofrecido tres opciones: Cubrir a la Compañía B en una misión en principio bastante segura, seguir a la Compañía E en la primera oleada de desembarco en el sector Easy Red de la playa Omaha, con lo cual se asegurará las primeras fotos en suelo francés, o acompañar al mando del 16º Regimiento de la 1ª División de Infantería que seguirá de cerca las primeras oleadas de infantería, pero alejado de la acción. La última opción es la más sensata y una apuesta segura de seguir vivo al anochecer. Como buen jugador se decide por la apuesta más arriesgada: acompañar a la Compañía E en la primera oleada.

Una vez elegido su destino en la mañana del Día D y después de fotografiar a los concienzudos soldados estudiando con obstinación cada detalle de la fiel maqueta de plástico de la costa norte francesa, Capa sube a la cubierta del Chase para echar un último vistazo a la cada vez más lejana costa inglesa. La visión de la costa perdiéndose en el horizonte le toca la fibra sensible, de modo que se une a la legión de los afligidos escritores de cartas. En mitad de una lacrimosa carta de despedida, se arrepiente de la idea, se la guarda en el bolsillo interior de la guerrera y decide no enviarla. Entonces se une al tercer grupo, el de los jugadores. Su grupo natural. A las dos de la mañana en mitad de una animada partida de póquer, la megafonía anuncia el inminente desembarco.

Pertrechado con una máscara antigás, un salvavidas hinchable, una pala, diversos artilugios, dos cámaras réflex Contax II de 35 mm. de lente única cargadas con película en blanco y negro de 36 fotografías, una Rolleiflex cargada con película de 5.7 centímetros cuadrados, varios rollos de película de repuesto y su cara gabardina Burberrys doblada con un toque de elegancia en el brazo, se dirige con los muchachos al atestado comedor del Chase donde los chicos de cocina de la marina, vestidos con guantes y una inmaculada chaqueta blanca, están sirviendo con un celo y una atención inusuales tortitas, salchichas, huevos y café. Es el desayuno del condenado. Todos los saben. 

A las cuatro de la mañana dos mil hombres forman en perfecto silencio en la cubierta superior a la espera del primer rayo de sol. Las lanchas Higgins de desembarco se balancean sumisas en los pescantes, esperando recibir su correspondiente ración de carne de cañón para ser arriadas a una mar picada. Aguardan con paciencia su desayuno. Su ración de soldado temeroso camino de un destino incierto.

El silencio es abrumador. Cada hombre, pertrechado con todo su equipo de combate, está abstraído en sus pensamientos. Unos rezan en silencio, otros piensan en su familia y en el maldito día en el que se enrolaron voluntariamente en esta locura. Muchos se concentran en silencio en los meses de entrenamiento en suelo inglés para intentar poner en práctica lo aprendido y salvar el pellejo. Capa piensa en todos los buenos momentos de su vida y también en conseguir las mejores fotos que pueda. Nadie parece impaciente por enfrentarse al enemigo y podríamos jurar que a nadie le importaría permanecer así todo el día hasta el anochecer. Pero el sol es obstinado y con puntualidad suiza comienza a despuntar por el horizonte.

Los soldados de la primera oleada comienzan a subir a las lanchas de desembarco que son arriadas con lentitud a una mar encrespada. Antes de que toquen la superficie del agua todos están empapados. Los hombres, debido a los nervios y al estado de la mar, comienzan a vomitar al instante. Es el destino de las tropas anfibias: ser infelices en el agua para después ser infelices en tierra.

Al segundo de poner los motores en marcha, cuando están situados a pocos metros de la superestructura del USS Chase y a varias millas de la costa de Normandía, escuchan el zumbido inconfundible del primer pepinazo. Instintivamente los hombres se agachan y entierran la cara en la mezcla de agua salada y vómito que cubre en piso de la lancha. Permanecen agachados hasta que la barcaza llega a su sórdido destino. Al tocar el fondo plano suelo francés, el piloto negro hace descender la compuerta frontal de acero. El espectáculo que ofrece la encantadora Francia es infernal. El humo y las explosiones lo invaden todo. El asfixiante olor a pólvora quemada despierta al instante todos los sentidos de supervivencia de los muchachos. Grotescos obstáculos de acero pueblan los metros finales de playa. Fuego nutrido de ametralladora barre todo el perímetro de Easy Red. Certeros francotiradores juegan al tiro al pato con los soldados de las primeras lanchas. A la derecha, un par de tanques Sherman DD anfibios yacen lánguidos envueltos en llamas.

En contra de todo sentido común y pese a la barbarie que les espera con los brazos abiertos, los soldados salen de la barcaza como alma que lleva el diablo y se sumergen hasta la barbilla en las gélidas aguas del Canal. Frente a esta infernal escena de muerte y fuego, vemos Robert Capa parado de pie en la pasarela de desembarco, cámara en mano, con la firme intención de tomar la primera foto seria de la invasión. El piloto de la lancha Higgins, con una evidente prisa por salir pitando de aquél infierno, cree que Capa está sufriendo un comprensible ataque de inseguridad y le ayuda a decidirse a tocar suelo francés con una buena patada en el trasero.

El caos es colosal. Los muchachos pronto pierden contacto con los soldados de su Compañía, más preocupados de salvar el pellejo que de mantener un orden marcial. Nosotros también hemos perdido de vista a Capa. Para dar con él no nos queda más remedio que sumergirnos en las frías aguas y buscar cobijo en una de las estructuras antidesembarco de acero y hormigón que pueblan la orilla de la playa. Agachados, con el agua al cuello, intentamos adivinar siluetas entre el humo. Las balas del calibre 7,92 mm de las ametralladoras MG42 se sumergen en el agua a nuestro alrededor, salpicándonos la cara y dejando finas estelas blancas a su paso. El fuego de mortero hace su trabajo en la orilla levantando géiseres de arena y cuerpos despedazados. El infierno no puede ser peor.

Un soldado tembloroso se acerca buscando cobijo en nuestro obstáculo. Pasa junto a nosotros y nos atraviesa limpiamente. Es lógico porque nosotros en realidad no estamos aquí. Solo somos meros observadores. Al menos eso espero. El chico que apenas tendrá 19 años, agacha la cabeza, saca de la funda impermeable su fusil M1 Garand y comienza a disparar hacia la playa sin apuntar demasiado. Después de unos minutos de disparar al azar, el ruido del fusil le da el suficiente valor para avanzar hacia el siguiente obstáculo y nos deja solos. El campo libre que deja al abandonar nuestra posición nos permite divisar refugiado en otro obstáculo, a pocos metros de nosotros a Robert Capa, cámara en mano, inmortalizando a los muchachos que intentan esquivar las balas con mayor o menor fortuna, en su avance hasta la cabeza de playa.

Observamos como Capa agota el carrete de su primera Contax, la guarda en su funda de hule impermeable, se deshace de su elegante chubasquero Burberry y avanza unos cincuenta metros más, abriéndose paso entre cadáveres flotantes y nutrido fuego de fusilería, buscando refugio en el esqueleto destrozado de un vehículo anfibio aliado. Saca la segunda Contax de su funda y sigue disparando fotos. Se juega el cuello como un soldado más solo que él no está armado. Él no está allí para matar alemanes y liberar a Europa del yugo nazi. Su misión es sacar las mejores fotos del momento para la posteridad, siguiendo con fidelidad su viejo lema de la Guerra Civil Española: “si la foto no es lo bastante buena es que no estás lo bastante cerca”.

Los últimos veinticinco metros de playa son una lluvia de metal ardiente escupido con saña por las MG 08 y los cañones del 88 alemanes. La marea está subiendo y los muchachos tienen que dejar sitio en los obstáculos para las siguientes oleadas. No les queda más remedio que dirigirse hacia el matadero. Los últimos metros hasta la arena, son una alocada carrera de Capa esquivando a la muerte.

Agotado por el mar y el miedo, se tumba exhausto en una estrecha franja de arena húmeda entre el agua y el alambre de espino, protegida hasta cierto punto por una ligera pendiente del fuego de fusil y ametralladora. Junto a él se encuentran por casualidad un médico judío y Larry, el capellán irlandés del Regimiento, un tipo simpático que a falta de fusil o cámara de fotos, dispara con milimétrica certeza insultos que sonrojarían al criminal más duro de cualquier antro de cuarta categoría.

Capa saca la petaca del bolsillo y se la ofrece a Larry, que sin levantar la cabeza un palmo del suelo, bebe con gran pericia un largo trago por la comisura del labio. El sanitario judío imita a la perfección la técnica del capellán y se sirve su correspondiente ración de agua de fuego. El capellán enciende el último pitillo que le queda seco y lo va pasando a sus improvisados compañeros de trinchera. En esas están cuando un obús de mortero impacta en las cercanías de su posición, acribillando de metralla a un infortunado soldado. El cura irlandés y el médico judío son los primeros en salir por patas de Easy Red. Capa hace la foto. Siguen cayendo obuses cada vez más cerca pero Capa sigue disparando su Contax como si no ocurriera nada a su alrededor. Treinta segundos después, se termina la película de la cámara. Rebusca en el macuto en busca de otro rollo pero al encontrarlo, sus manos mojadas y temblorosas lo echan a perder antes de que pueda colocarlo en la cámara.

Se detiene un momento y es entonces cuando empieza a ser consciente de la situación desesperada en la que se encuentra. La cámara vacía le tiembla en las manos. Es un nuevo tipo de miedo que nunca antes ha sentido. Ni en España, ni en China, ni en Sicilia, ni en las ardientes arenas del norte de África. Es un miedo que le estremece el cuerpo y lo sacude de pies a cabeza. Desengancha la pala de su macuto e intenta cavar con desesperación un hoyo en el que esconderse pero la pala pronto toca la dura roca del fondo y no puede continuar. Vuelve a acurrucarse inmóvil en su posición y observa a su alrededor. Todos los hombres que lo rodean están inmóviles, paralizados por el miedo. Solo los muertos de la orilla se mueven empujados por las olas.

De entre la bruma, una lancha LCI surge desafiando el fuego enemigo. De ella asoman un puñado de enfermeros con brazaletes y cruces rojas pintadas en los casos. Sin pensarlo dos veces, Capa se incorpora como un resorte y corre esquivando balas alemanas y cadáveres aliados en dirección a la barcaza. Con el agua al cuello y las cámaras en alto para evitar que se mojen, de repente es consciente de que está huyendo. A pocos metros de la pasarela de desembarco, para en seco e intenta volver a la playa pero su cuerpo no le responde. Intenta engañarse a sí mismo repitiendo que solo intenta llegar al barco para secarse las manos pero la realidad es que el miedo lo atenaza.

Al alcanzar el barco, un obús impacta en la superestructura y mata al instante parte de la tripulación, llenando todo de restos humanos y plumas procedentes del relleno de los chalecos salvavidas. Igual que si estuvieran matando pollos. El barco empieza a escorar y el capitán toma la decisión de abandonar la playa para intentar llegar al buque nodriza antes de irse a pique. Capa baja a la sala de máquinas, se seca las manos, coloca nuevos rollos de película en las cámaras y sube de nuevo a la cubierta a tiempo de sacar una última foto de la playa cubierta de humo. Después se dedica a fotografiar a la tripulación mientras realizan transfusiones de sangre en la cubierta. Antes de que el barco termine en el fondo del canal, una lancha Higgins que vuelve de suministrar a la playa su correspondiente ración de carne de cañón, evacua a todo el personal con gran dificultad debido a la mar picada. Pasadas las doce del mediodía, Capa llega junto con los supervivientes al USS Chase, el mismo buque del que había salido seis horas antes. Ahora la cubierta está repleta de muertos y heridos que han sido rescatados de las insaciables fauces de la playa Omaha. Los chicos de cocina que horas antes habían servido el desayuno, tienen sus impolutos uniformes blancos teñidos de rojo con la sangre de los heridos.

Capa sigue trabajando, fotografiando las consecuencias de la batalla. Se mueve con sus cámaras entre los muertos y heridos, plasmando el momento y ayudando en lo que puede. En un momento dado se marea y pierde el conocimiento. Se despierta horas más tarde en una camilla con una etiqueta al cuello que pone “Caso de agotamiento. Sin placas de identificación”. Mientras el barco pone rumbo a Inglaterra, con el ruido de los motores de fondo, Robert Capa pasa toda la noche en vilo mirando al techo, culpándose de cobardía. Piensa que debía haberse quedado en la playa.

Revista Life, reportaje del 19-6-1944
   Capa permaneció un total de noventa minutos en suelo francés y disparó 106 fotografías hasta abandonar la playa Omaha. Durante 48 horas fue dado por desaparecido en combate debido al testimonio de un sargento que afirmó haber visto su cadáver flotando en la orilla. A su llegada al puerto de Weymouth a bordo del USS Chase, fue tratado como un héroe. Le ofrecieron un avión con destino a Londres para contar su experiencia en la BBC pero declinó la oferta. Envió los rollos de película a la sede de la revista Life, se aseó, se cambió de ropa y subió a bordo del primer transporte disponible camino a las playas de Normandía. El 8 de junio de 1944 estaba de nuevo en suelo francés para fotografiar las secuelas de la invasión.

   Las fotos tomadas por Robert Capa en el Sector Easy Red de la playa Omaha son consideradas como las mejores fotos del Día D y uno de los mejores reportajes fotográficos de guerra de todos los tiempos. Sin embargo, de las 106 fotos tomadas solo sobrevivieron 11 debido a un emocionado e inexperto ayudante de laboratorio que aplicó demasiado calor al secar los negativos. La valiosa película se desintegró ante la atónita mirada de toda la oficina de Londres. Cuando la revista Life publicó el reportaje de siete páginas en su edición del 19 de junio de 1944, en los pies de foto de las imágenes salvadas del desastre estropeadas por el calor, se excusaron diciendo que las fotos estaban “ligeramente desenfocadas” debido a que “las manos de Capa habían temblado violentamente”. 


Fuentes:

El relato del desembarco está basado en el libro de memorias escrito por el propio Robert Capa “Ligeramente desenfocado”, Madrid, La Fábrica Editorial, 2009.

Fotos de Robert Capa © International Center of Photo.
Podéis admirar muchas más fotos del legendario Robert Capa en el sitio https://www.magnumphotos.com/C.aspx?VP3=SearchResult&ALID=29YL535ZXX00

4 comentarios:

  1. Un artículo excelente sobre una de las figuras míticas del último conflicto mundial. Además, pienso que su trabajo de campo se convirtió en catálogo del buen hacer para generaciones posteriores de reporteros gráficos destinados en conflicto bélicos. Leí hace tiempo un libro biográfico sobre Capa que me pareció genial, el título sangre y champán.
    Un paseo por un pedazo de historia que me resultó fantástico, Gran trabajo. Abrazos.

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    1. Gracias Jorge. Te aconsejo la lectura del libro "Ligeramente desenfocado", escrito por el propio Robert Capa.
      Un abrazo.

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  2. Gracias por este magnifico artículo. Como nativo de Cerro Muriano que soy, desde aquí le doy las gracias a Robert Capa...Saludos.

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