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jueves, 29 de mayo de 2014

REALEZA DE HOLLYWOOD

ya tenia yo ganas de asomarme por EL POZO y dar señales de vida...... unn aporte para el muro hall of fame de EPDE...!!!

SUS MAJESTADES DE HOLLYWOOD con mi Roberto de Niro a la cabeza, JJJJJJJJJJJJ
UNA REVERENCIA, ESPARTANOS !!!!!!!!!!!!!!

jueves, 22 de mayo de 2014

ROBERT CAPA, EL FOTÓGRAFO DEL DESEMBARCO

   "La guerra es como una actriz que va envejeciendo. Es cada vez menos fotogénica y cada vez más peligrosa". Esta frase de Robert Capa, el corresponsal de guerra que mejor fotografió el horror y el sufrimiento de la II Guerra Mundial, nos sirve como punto de partida para recordar el septuagésimo aniversario del desembarco que cambió Europa y el rumbo del conflicto más sangriento en la historia de la humanidad. El 6 de junio de 2014 se cumplen setenta años de esa fecha. Para conmemorar ese momento, os invito a seguir a Robert Capa, tal vez el más conocido fotógrafo de guerra de todos los tiempos, un consumado jugador de póquer que odiaba su oficio, en sus peripecias hasta su llegada como un soldado más a la playa de Omaha.

  
Gerda Taro tras un miliciano. Guerra Civil Española
Su nombre real era Endre Ernö Friedmann, un apátrida de padres judíos nacido el 22 de octubre de 1913 en Budapest, Hungría. Robert Capa era el seudónimo que usaban tanto él como su novia, la alemana Gerda Taro, cuando comenzaron a cubrir la Guerra Civil española como fotógrafos independientes. Sus trabajos eran a menudo rechazados por las agencias de noticias por lo que se les ocurrió la genial idea de inventar a un intrépido fotógrafo norteamericano, Robert Capa, para que sus trabajos fueran aceptados. Este hecho hace dudar a los expertos de la autoría de una de las fotos más famosas de Capa, “Muerte de un Miliciano”, tomada en las inmediaciones de Cerro Muriano, en el frente de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936. Hay historiadores que sostienen que la famosa foto fue tomada en realidad por Gerda Taro. Fuera tomada por uno u otro, eso es lo de menos. En plena contienda española, Friedmann pidió matrimonio a Taro y esta lo rechazó, motivo que provocó cierto distanciamiento en la pareja. Para entonces Friedmann ya firmaba todos sus trabajos como Robert Capa mientras que Gerda Taro intentaba abrirse camino usando su propio nombre. La historia de amor terminó en la batalla de Brunete, un 25 de julio de 1937, cuando Gerda Taro fue destripada por las cadenas de un tanque republicano en retirada, muriendo al día siguiente en el hospital inglés de El Goloso, en el Escorial. Le faltaban seis días para cumplir los 27 años.  Endre Friedmann, ya para entonces Robert Capa, nunca superó su muerte.

Después de cubrir con gran éxito la guerra civil española y la segunda guerra sino-japonesa, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial encontramos a un Robert Capa apátrida, vagando sin rumbo por las calles de Nueva York y viviendo su triste existencia de exiliado huido de la represión nazi, en un miserable ático del Village, sin un centavo en los bolsillos y sin motivo alguno por el que levantarse cada mañana. Añora París, su ciudad de adopción y se siente un extraño en Estados Unidos. Un día, después de un largo paseo sin rumbo fijo, al abrir su herrumbroso buzón encuentra tres cartas: una factura de la luz, otra del Departamento de Justicia en el que, como ex ciudadano húngaro con pasaporte de refugiado, pasa a ser considerado un enemigo extranjero y debe entregar sus cámaras, y una tercera en la que el Collier’s Weekly le ofrece una plaza en un barco hacia Inglaterra y un cheque de 1.500 dólares para cubrir el conflicto. Con las tres cartas abiertas sobre el feo mantel de hule que cubre la mesa de la cocina, decide su destino lanzando una moneda al aire: si sale cruz irá al Departamento de Justicia, si sale cara, aceptará la oferta para ir a Inglaterra. Sale cruz pero como consumado buen jugador hace trampas. Toma la decisión de cobrar el cheque del Collier’s Weekly y apañárselas de algún modo para llegar a Inglaterra.

Robert Capa, cubierta del USS Chase
Meses más tarde, en la primavera de 1944, encontramos a Robert Capa en un enorme campo de entrenamiento rodeado de alambre de espino, situado en la costa sureste de Inglaterra. En sus instalaciones, miles de jóvenes norteamericanos ultiman su instrucción para la gran invasión. Está tumbado en el catre de un barracón, envuelto en una nube de tabaco, observando con recelo el pequeño fajo de francos impresos en papel de mala calidad que le han dado a cambio de un puñado de dólares y libras que llevaba en los bolsillos. Tienen pinta de ser más falsos que un dólar de madera. De hecho lo son. A la hora de imprimir francos, el Estado Mayor podría haber puesto más empeño. Junto al paquete de Chesterfield descansa un librito en el que se explica cómo tratar y dirigirse a los oprimidos franceses por el yugo nazi, en el que se incluyen algunas frases útiles en francés, como "Bonjour, monsieur, nous sommes les amis américains". Esta es para los hombres. "Bonjour, mademoiselle, voulez vous faire une promenade avec moi?" Esta, para las mujeres. La primera significa "No me dispare, señor", y la segunda puede significar cualquier cosa. En el librito, una guía útil para el perfecto invasor, se encuentran otras sugerencias referidas a los boches, a quienes esperan encontrar por millares en esas playas. Estas sugerencias incluyen apropiadas frases en alemán que sirven para prometer cigarrillos, baños de agua caliente y todo tipo de comodidades, todo a cambio de hacer algo muy sencillo: rendirse incondicionalmente. Robert Capa espera con paciencia como un soldado más, ser llamado para participar en el gran Día D.

El 5 de junio de 1944 Capa monta en la caja trasera de un camión Chevrolet G506 para transporte de tropas y es llevado al puerto de Weymouth, donde se encuentra atracado el USS Samuel Chase, un flamante barco de transporte de tropas de asalto tripulado por la Guardia Costera de los Estados Unidos, esperando su valiosa carga de lanchas Higgins, suministros de combate y carne de cañón. Cientos de acorazados, navíos cargados de tropas, cargueros y barcazas de asalto se agolpan de forma amenazante en la dársena. En prevención de un posible ataque aéreo por parte de la maltrecha y casi inexistente Luftwaffe, miles de globos aerostáticos flotan en el aire sobre esta magnífica máquina de guerra. Soldados tumbados al sol en las cubiertas de los buques, observan con fingida indiferencia las maniobras de carga y abastecimiento de la flota.

Buscando a nuestro protagonista, subimos a bordo del USS Chase. En la cubierta superior, ajenos al caos que los rodea, vemos a un numeroso grupo de jugadores apostando cientos de dólares como si no hubiera un mañana, apiñados en torno a un par de manoseados dados. Es una absoluta certeza que para la mayoría de ellos no habrá un mañana. También observamos a hombres solitarios retirados en rincones apartados, escribiendo pomposas cartas de despedida a sus novias jurando amor eterno, o redactando emotivos testamentos en los que se despiden de sus familiares más queridos, dan cariñosos consejos para el futuro a sus hermanos pequeños o simplemente dejan su pasta a la familia. En el gimnasio, contemplamos un modelo a escala de la playa de Omaha, con todos sus árboles y casas fielmente reproducidos. Tenemos que pasar con cuidado porque hay algunos hombres tumbados boca abajo, observando con inquietud la maqueta de la costa francesa, eligiendo con meticulosidad el camino que van a seguir entre las aldeas de plástico, buscando protección tras los árboles de plástico y las trincheras de plástico. En la sala de mapas, en las cubiertas inferiores de las entrañas del USS Chase, también hay otra maqueta con un modelo a escala de todos y cada uno de los barcos que van a participar en la operación Overlord. Oficiales de la marina enfundados en sus solemnes uniformes, empujan con pericia los barquitos de plástico en dirección a las playas de plástico. Un bonito juego de mesa.

Cerca del gimnasio, cámara en mano fotografiando la curiosa escena de la maqueta, encontramos a Robert Capa. Mientras trabaja está pensando a qué Compañía seguir en la mañana del desembarco. Al ser corresponsal de guerra y no un simple soldado, tiene la libertad de elegir donde y cuando estar en cada momento de la acción, siempre dentro de unos límites. Ese día le han ofrecido tres opciones: Cubrir a la Compañía B en una misión en principio bastante segura, seguir a la Compañía E en la primera oleada de desembarco en el sector Easy Red de la playa Omaha, con lo cual se asegurará las primeras fotos en suelo francés, o acompañar al mando del 16º Regimiento de la 1ª División de Infantería que seguirá de cerca las primeras oleadas de infantería, pero alejado de la acción. La última opción es la más sensata y una apuesta segura de seguir vivo al anochecer. Como buen jugador se decide por la apuesta más arriesgada: acompañar a la Compañía E en la primera oleada.

Una vez elegido su destino en la mañana del Día D y después de fotografiar a los concienzudos soldados estudiando con obstinación cada detalle de la fiel maqueta de plástico de la costa norte francesa, Capa sube a la cubierta del Chase para echar un último vistazo a la cada vez más lejana costa inglesa. La visión de la costa perdiéndose en el horizonte le toca la fibra sensible, de modo que se une a la legión de los afligidos escritores de cartas. En mitad de una lacrimosa carta de despedida, se arrepiente de la idea, se la guarda en el bolsillo interior de la guerrera y decide no enviarla. Entonces se une al tercer grupo, el de los jugadores. Su grupo natural. A las dos de la mañana en mitad de una animada partida de póquer, la megafonía anuncia el inminente desembarco.

Pertrechado con una máscara antigás, un salvavidas hinchable, una pala, diversos artilugios, dos cámaras réflex Contax II de 35 mm. de lente única cargadas con película en blanco y negro de 36 fotografías, una Rolleiflex cargada con película de 5.7 centímetros cuadrados, varios rollos de película de repuesto y su cara gabardina Burberrys doblada con un toque de elegancia en el brazo, se dirige con los muchachos al atestado comedor del Chase donde los chicos de cocina de la marina, vestidos con guantes y una inmaculada chaqueta blanca, están sirviendo con un celo y una atención inusuales tortitas, salchichas, huevos y café. Es el desayuno del condenado. Todos los saben. 

A las cuatro de la mañana dos mil hombres forman en perfecto silencio en la cubierta superior a la espera del primer rayo de sol. Las lanchas Higgins de desembarco se balancean sumisas en los pescantes, esperando recibir su correspondiente ración de carne de cañón para ser arriadas a una mar picada. Aguardan con paciencia su desayuno. Su ración de soldado temeroso camino de un destino incierto.

El silencio es abrumador. Cada hombre, pertrechado con todo su equipo de combate, está abstraído en sus pensamientos. Unos rezan en silencio, otros piensan en su familia y en el maldito día en el que se enrolaron voluntariamente en esta locura. Muchos se concentran en silencio en los meses de entrenamiento en suelo inglés para intentar poner en práctica lo aprendido y salvar el pellejo. Capa piensa en todos los buenos momentos de su vida y también en conseguir las mejores fotos que pueda. Nadie parece impaciente por enfrentarse al enemigo y podríamos jurar que a nadie le importaría permanecer así todo el día hasta el anochecer. Pero el sol es obstinado y con puntualidad suiza comienza a despuntar por el horizonte.

Los soldados de la primera oleada comienzan a subir a las lanchas de desembarco que son arriadas con lentitud a una mar encrespada. Antes de que toquen la superficie del agua todos están empapados. Los hombres, debido a los nervios y al estado de la mar, comienzan a vomitar al instante. Es el destino de las tropas anfibias: ser infelices en el agua para después ser infelices en tierra.

Al segundo de poner los motores en marcha, cuando están situados a pocos metros de la superestructura del USS Chase y a varias millas de la costa de Normandía, escuchan el zumbido inconfundible del primer pepinazo. Instintivamente los hombres se agachan y entierran la cara en la mezcla de agua salada y vómito que cubre en piso de la lancha. Permanecen agachados hasta que la barcaza llega a su sórdido destino. Al tocar el fondo plano suelo francés, el piloto negro hace descender la compuerta frontal de acero. El espectáculo que ofrece la encantadora Francia es infernal. El humo y las explosiones lo invaden todo. El asfixiante olor a pólvora quemada despierta al instante todos los sentidos de supervivencia de los muchachos. Grotescos obstáculos de acero pueblan los metros finales de playa. Fuego nutrido de ametralladora barre todo el perímetro de Easy Red. Certeros francotiradores juegan al tiro al pato con los soldados de las primeras lanchas. A la derecha, un par de tanques Sherman DD anfibios yacen lánguidos envueltos en llamas.

En contra de todo sentido común y pese a la barbarie que les espera con los brazos abiertos, los soldados salen de la barcaza como alma que lleva el diablo y se sumergen hasta la barbilla en las gélidas aguas del Canal. Frente a esta infernal escena de muerte y fuego, vemos Robert Capa parado de pie en la pasarela de desembarco, cámara en mano, con la firme intención de tomar la primera foto seria de la invasión. El piloto de la lancha Higgins, con una evidente prisa por salir pitando de aquél infierno, cree que Capa está sufriendo un comprensible ataque de inseguridad y le ayuda a decidirse a tocar suelo francés con una buena patada en el trasero.

El caos es colosal. Los muchachos pronto pierden contacto con los soldados de su Compañía, más preocupados de salvar el pellejo que de mantener un orden marcial. Nosotros también hemos perdido de vista a Capa. Para dar con él no nos queda más remedio que sumergirnos en las frías aguas y buscar cobijo en una de las estructuras antidesembarco de acero y hormigón que pueblan la orilla de la playa. Agachados, con el agua al cuello, intentamos adivinar siluetas entre el humo. Las balas del calibre 7,92 mm de las ametralladoras MG42 se sumergen en el agua a nuestro alrededor, salpicándonos la cara y dejando finas estelas blancas a su paso. El fuego de mortero hace su trabajo en la orilla levantando géiseres de arena y cuerpos despedazados. El infierno no puede ser peor.

Un soldado tembloroso se acerca buscando cobijo en nuestro obstáculo. Pasa junto a nosotros y nos atraviesa limpiamente. Es lógico porque nosotros en realidad no estamos aquí. Solo somos meros observadores. Al menos eso espero. El chico que apenas tendrá 19 años, agacha la cabeza, saca de la funda impermeable su fusil M1 Garand y comienza a disparar hacia la playa sin apuntar demasiado. Después de unos minutos de disparar al azar, el ruido del fusil le da el suficiente valor para avanzar hacia el siguiente obstáculo y nos deja solos. El campo libre que deja al abandonar nuestra posición nos permite divisar refugiado en otro obstáculo, a pocos metros de nosotros a Robert Capa, cámara en mano, inmortalizando a los muchachos que intentan esquivar las balas con mayor o menor fortuna, en su avance hasta la cabeza de playa.

Observamos como Capa agota el carrete de su primera Contax, la guarda en su funda de hule impermeable, se deshace de su elegante chubasquero Burberry y avanza unos cincuenta metros más, abriéndose paso entre cadáveres flotantes y nutrido fuego de fusilería, buscando refugio en el esqueleto destrozado de un vehículo anfibio aliado. Saca la segunda Contax de su funda y sigue disparando fotos. Se juega el cuello como un soldado más solo que él no está armado. Él no está allí para matar alemanes y liberar a Europa del yugo nazi. Su misión es sacar las mejores fotos del momento para la posteridad, siguiendo con fidelidad su viejo lema de la Guerra Civil Española: “si la foto no es lo bastante buena es que no estás lo bastante cerca”.

Los últimos veinticinco metros de playa son una lluvia de metal ardiente escupido con saña por las MG 08 y los cañones del 88 alemanes. La marea está subiendo y los muchachos tienen que dejar sitio en los obstáculos para las siguientes oleadas. No les queda más remedio que dirigirse hacia el matadero. Los últimos metros hasta la arena, son una alocada carrera de Capa esquivando a la muerte.

Agotado por el mar y el miedo, se tumba exhausto en una estrecha franja de arena húmeda entre el agua y el alambre de espino, protegida hasta cierto punto por una ligera pendiente del fuego de fusil y ametralladora. Junto a él se encuentran por casualidad un médico judío y Larry, el capellán irlandés del Regimiento, un tipo simpático que a falta de fusil o cámara de fotos, dispara con milimétrica certeza insultos que sonrojarían al criminal más duro de cualquier antro de cuarta categoría.

Capa saca la petaca del bolsillo y se la ofrece a Larry, que sin levantar la cabeza un palmo del suelo, bebe con gran pericia un largo trago por la comisura del labio. El sanitario judío imita a la perfección la técnica del capellán y se sirve su correspondiente ración de agua de fuego. El capellán enciende el último pitillo que le queda seco y lo va pasando a sus improvisados compañeros de trinchera. En esas están cuando un obús de mortero impacta en las cercanías de su posición, acribillando de metralla a un infortunado soldado. El cura irlandés y el médico judío son los primeros en salir por patas de Easy Red. Capa hace la foto. Siguen cayendo obuses cada vez más cerca pero Capa sigue disparando su Contax como si no ocurriera nada a su alrededor. Treinta segundos después, se termina la película de la cámara. Rebusca en el macuto en busca de otro rollo pero al encontrarlo, sus manos mojadas y temblorosas lo echan a perder antes de que pueda colocarlo en la cámara.

Se detiene un momento y es entonces cuando empieza a ser consciente de la situación desesperada en la que se encuentra. La cámara vacía le tiembla en las manos. Es un nuevo tipo de miedo que nunca antes ha sentido. Ni en España, ni en China, ni en Sicilia, ni en las ardientes arenas del norte de África. Es un miedo que le estremece el cuerpo y lo sacude de pies a cabeza. Desengancha la pala de su macuto e intenta cavar con desesperación un hoyo en el que esconderse pero la pala pronto toca la dura roca del fondo y no puede continuar. Vuelve a acurrucarse inmóvil en su posición y observa a su alrededor. Todos los hombres que lo rodean están inmóviles, paralizados por el miedo. Solo los muertos de la orilla se mueven empujados por las olas.

De entre la bruma, una lancha LCI surge desafiando el fuego enemigo. De ella asoman un puñado de enfermeros con brazaletes y cruces rojas pintadas en los casos. Sin pensarlo dos veces, Capa se incorpora como un resorte y corre esquivando balas alemanas y cadáveres aliados en dirección a la barcaza. Con el agua al cuello y las cámaras en alto para evitar que se mojen, de repente es consciente de que está huyendo. A pocos metros de la pasarela de desembarco, para en seco e intenta volver a la playa pero su cuerpo no le responde. Intenta engañarse a sí mismo repitiendo que solo intenta llegar al barco para secarse las manos pero la realidad es que el miedo lo atenaza.

Al alcanzar el barco, un obús impacta en la superestructura y mata al instante parte de la tripulación, llenando todo de restos humanos y plumas procedentes del relleno de los chalecos salvavidas. Igual que si estuvieran matando pollos. El barco empieza a escorar y el capitán toma la decisión de abandonar la playa para intentar llegar al buque nodriza antes de irse a pique. Capa baja a la sala de máquinas, se seca las manos, coloca nuevos rollos de película en las cámaras y sube de nuevo a la cubierta a tiempo de sacar una última foto de la playa cubierta de humo. Después se dedica a fotografiar a la tripulación mientras realizan transfusiones de sangre en la cubierta. Antes de que el barco termine en el fondo del canal, una lancha Higgins que vuelve de suministrar a la playa su correspondiente ración de carne de cañón, evacua a todo el personal con gran dificultad debido a la mar picada. Pasadas las doce del mediodía, Capa llega junto con los supervivientes al USS Chase, el mismo buque del que había salido seis horas antes. Ahora la cubierta está repleta de muertos y heridos que han sido rescatados de las insaciables fauces de la playa Omaha. Los chicos de cocina que horas antes habían servido el desayuno, tienen sus impolutos uniformes blancos teñidos de rojo con la sangre de los heridos.

Capa sigue trabajando, fotografiando las consecuencias de la batalla. Se mueve con sus cámaras entre los muertos y heridos, plasmando el momento y ayudando en lo que puede. En un momento dado se marea y pierde el conocimiento. Se despierta horas más tarde en una camilla con una etiqueta al cuello que pone “Caso de agotamiento. Sin placas de identificación”. Mientras el barco pone rumbo a Inglaterra, con el ruido de los motores de fondo, Robert Capa pasa toda la noche en vilo mirando al techo, culpándose de cobardía. Piensa que debía haberse quedado en la playa.

Revista Life, reportaje del 19-6-1944
   Capa permaneció un total de noventa minutos en suelo francés y disparó 106 fotografías hasta abandonar la playa Omaha. Durante 48 horas fue dado por desaparecido en combate debido al testimonio de un sargento que afirmó haber visto su cadáver flotando en la orilla. A su llegada al puerto de Weymouth a bordo del USS Chase, fue tratado como un héroe. Le ofrecieron un avión con destino a Londres para contar su experiencia en la BBC pero declinó la oferta. Envió los rollos de película a la sede de la revista Life, se aseó, se cambió de ropa y subió a bordo del primer transporte disponible camino a las playas de Normandía. El 8 de junio de 1944 estaba de nuevo en suelo francés para fotografiar las secuelas de la invasión.

   Las fotos tomadas por Robert Capa en el Sector Easy Red de la playa Omaha son consideradas como las mejores fotos del Día D y uno de los mejores reportajes fotográficos de guerra de todos los tiempos. Sin embargo, de las 106 fotos tomadas solo sobrevivieron 11 debido a un emocionado e inexperto ayudante de laboratorio que aplicó demasiado calor al secar los negativos. La valiosa película se desintegró ante la atónita mirada de toda la oficina de Londres. Cuando la revista Life publicó el reportaje de siete páginas en su edición del 19 de junio de 1944, en los pies de foto de las imágenes salvadas del desastre estropeadas por el calor, se excusaron diciendo que las fotos estaban “ligeramente desenfocadas” debido a que “las manos de Capa habían temblado violentamente”. 


Fuentes:

El relato del desembarco está basado en el libro de memorias escrito por el propio Robert Capa “Ligeramente desenfocado”, Madrid, La Fábrica Editorial, 2009.

Fotos de Robert Capa © International Center of Photo.
Podéis admirar muchas más fotos del legendario Robert Capa en el sitio https://www.magnumphotos.com/C.aspx?VP3=SearchResult&ALID=29YL535ZXX00

miércoles, 14 de mayo de 2014

NORTON I, INSÓLITO EMPERADOR DE ESTADOS UNIDOS

   Se puede afirmar que desde el 17 de septiembre de 1787, Estados Unidos es una república constitucional, presidencial y federal. Su forma de gobierno, desde hace más de doscientos años, es comúnmente conocida como democracia presidencialista porque quien mueve los hilos es un presidente. Un presidente elegido cada cuatro años a través de compromisarios o grandes electores, que ostenta la jefatura del Estado, el poder ejecutivo y capacidad de veto de algunas decisiones del poder legislativo, además de ser el comandante en jefe del Ejército. Un tipo con un poder casi ilimitado.

   Si, si. Ya se. Todo muy bonito. Una lección de historia y tal pero ¿y si os dijera que esto no fue siempre así? Durante la segunda mitad del siglo XIX  hubo un hombre que brillaba más que el sol, que gobernó con benevolencia y grandes dosis de sentido del humor a sus afortunados súbditos. ¿Conocéis a su Graciosa Majestad Imperial Norton I, Emperador de los Estados Unidos y Protector de México? ¿Que no lo conocéis? Eso es imperdonable. En fin… Si queréis saber algo más sobre este ilustre prohombre, cuyo gobierno magnánimo quedó grabado con el fulgor del diamante en las páginas de nuestra historia, no tenéis más seguir leyendo a continuación su irreverente historia.

   Su Majestad Imperial Joshua Abraham Norton -Norton I para sus felices vasallos- nació en el seno de una familia judía de pingües estipendios entre 1811 y 1819 en Inglaterra. Como todo gran magno varón en la historia de la humanidad, los registros exactos de su fecha de nacimiento se pierden en la memoria de los tiempos, aunque sesudos historiadores han llegado a la conclusión que el año 1819 e Inglaterra son la fecha y lugar exactos de nacimiento. Se descarta por tanto la teoría del investigador Pep Mayolas del Instituto Nueva Historia, que defiende el origen catalán de personajes históricos como Cristóbal Colón, Miguel de Cervantes, Erasmo de Rotterdam o los Reyes de Castilla. Nuestro protagonista, Joshua A. Norton, no nació por tanto en l’Empordá, para disgusto del ilustre Pep Mayolas.

Joshua A. Norton, año 1851
   A la tierna edad de dos años, su familia decide emigrar a Algoa Bay, Sudáfrica, donde Norton I crece feliz al abrigo de los negocios de su familia. A la muerte de su padre, John Norton, recibe como herencia la nada despreciable cifra de 40.000 dólares y como todo hombre inquieto que intuye su glorioso destino, emigra a Estados Unidos, llegando en 1849 a la bahía de San Francisco a bordo del yate de vapor Hurlothrumbo, en busca de un nuevo comienzo a su vida. El atractivo del sueño americano lo esperaba a la vuelta de la esquina.

   Sólo unos pocos años después de llegar a San Francisco, Norton se había convertido en un exitoso hombre de negocios, con activos estimados por valor de 250.000 dólares (unos 6 millones de dólares de hoy día). Entre sus prósperos negocios se encontraba una fábrica de cigarros, un molino de arroz, y un edificio de oficinas. La Joshua Norton & Company era una floreciente empresa con sede en un elegante edificio de granito ubicado en el número 110 de Battery Street, junto a oficinas de varias de las personas más influyentes de la ciudad de San Francisco, entre ellos el cónsul británico. Joshua Norton se codeaba con total naturalidad con los grandes empresarios y la élite social de la bahía de San Francisco. Pero la suerte en los negocios no le duró por mucho tiempo.

   La hambruna China de 1851-1852 cortó las importaciones de arroz a los Estados Unidos, disparando su precio como un cohete de verbena, de los 4 centavos de dólar por libra hasta los 36 centavos de dólar. Norton vio la oportunidad de hacer aún más dinero cuando le soplaron que el Glyde, un barco arrocero, acababa de partir de Perú con 200.000 libras de arroz en sus bodegas (unos 91.000 kg). Ni corto ni perezoso, Norton se puso en contacto con la empresa que fletaba el barco y compró todo el envío a un precio de doce centavos y medio la libra por un total de 25.000 dólares, con la esperanza de acaparar todo el mercado. En toda esta genial idea solo había un pequeño inconveniente: no era el único empresario al que se le ocurrió el astuto plan de importar arroz peruano. A los pocos días de formalizar la compra del cargamento de arroz del Glyde, decenas y decenas de barcos cargados de arroz peruano hasta el velacho mayor, arribaron al puerto de San Francisco, causando un desplome generalizado de los precios hasta la irrisoria cifra de tres centavos de dólar la libra. Norton no sólo no tendría beneficio, sino que encima perdería una cantidad significativa de dinero en el proceso. Trató de anular el contrato aduciendo que la empresa concesionaria lo había engañado con la calidad del arroz fletado pero el daño a su economía ya estaba hecho.

   De 1853 a 1857, Norton y los comerciantes de arroz se enzarzaron en un prolongado y doloroso litigio, acumulando enormes facturas legales. Aunque Norton ganó el pleito en los tribunales de primera instancia, el caso llegó a la Corte Suprema de California, que falló en contra de los intereses de Norton. Más tarde, el Banco Lucas Turner and Company embargaba sus propiedades inmobiliarias en North Beach para pagar la deuda, declarándose en quiebra en 1858 y desapareciendo del mapa por un tiempo. Norton estaba en la más completa ruina. Hay quien afirma haberlo visto en 1859 malviviendo en una pensión obrera de mala muerte, con apenas unos centavos en los bolsillos.

Emperador Norton I
   Pero ese no es el estilo de vida americano. Cuando eres más pobre que las ratas, comiendo gracias a la caridad, con apenas un solo dólar en el bolsillo, sin ningún futuro por delante y sin nada que perder, ¿qué puedes hacer? Declararte Emperador de los Estados Unidos, por supuesto.

   Cuando Norton regresa a las calles de San Francisco en el verano de 1859, había perdido toda la fe en las estructuras jurídicas y políticas de los Estados Unidos. No era para menos después de haber perdido hasta el último centavo, aunque la culpa fuera solo y exclusivamente suya. Hablaba con sus antiguas amistades sobre la corrupción y la ineficacia de la administración americana. La economía californiana no andaba muy boyante en aquellos tiempos y si sumamos a todo este discurso el debate sobre la esclavitud que años más tarde llevaría al país a una encarnizada guerra civil, tenemos los ingredientes adecuados para que en algunos círculos comenzaran a escucharlo con cierta atención. 

   Después de comentar en público que las cosas irían mucho mejor si él estuviera a cargo del gobierno y después de varios días de madurar la idea, el 17 de septiembre de 1859, subió las escaleras del 517 de Clay Street, sede de la oficina del periódico San Francisco Bulletin. George Fitch, editor del diario, estaba sentado en su escritorio cuando un hombre que describió como "bien vestido y de aspecto serio" le entregó con solemnidad un pedazo de papel. A la mañana siguiente, Fitch publicó en el San Francisco Bulletin el titular: "¿Tenemos un Emperador entre nosotros?", seguido de la siguiente proclama:

A petición, y por deseo perentorio de una gran mayoría de los ciudadanos de estos Estados Unidos, yo, Joshua Norton, antes de Bahía de Algoa, del Cabo de Buena Esperanza, y ahora por los pasados 9 años y 10 meses de San Francisco, California, me declaro y proclamo emperador de estos Estados Unidos; y en virtud de la autoridad de tal modo investida en mí, por este medio dirijo y ordeno a los representantes de los diferentes Estados de la Unión a constituirse en asamblea en la Sala de Conciertos de esta ciudad, el primer día de febrero próximo, donde se realizarán tales alteraciones en las leyes existentes de la Unión como para mitigar los males bajo los cuales el país está trabajando, y de tal modo justificar la confianza que existe, tanto en el país como en el extranjero, en nuestra estabilidad e integridad.


NORTON 1, Emperador de los Estados Unidos

   Hubiera sido muy fácil para los medios tomar al personaje como un loco, pero contra todo pronóstico el San Francisco Bulletin, un diario serio y con solvencia, publicó todas sus demandas y edictos. A partir de esa fecha, el pitorreo se apoderó de las calles de San Francisco.

Censo S. Francisco año 1870. En él aparece Norton con la profesión de Emperador
   Nada más tomar el control absoluto del país, la primera medida del emperador Norton I fue autorizar formalmente la disolución del Congreso de los Estados Unidos el 12 de octubre de 1859, para hacer frente al “fraude y la corrupción” que proviene de “los partidos, las facciones y bajo influencia de sectas políticas” y para proteger al ciudadano del derecho a la propiedad personal. En un decreto imperial del mes siguiente, Norton convocó al ejército para deponer a los funcionarios electos del Congreso de EE.UU.:

CONSIDERANDO, que un grupo de hombres que se hacen llamar el Congreso Nacional se encuentran ahora en sesión en la ciudad de Washington, en violación de nuestra edicto imperial del 12 de octubre pasado, declarando dicho Congreso abolido;

CONSIDERANDO, que es necesario para el descanso de nuestro Imperio que dicho decreto debe cumplirse estrictamente;

AHORA, POR LO TANTO, que por la presente Ordeno al comandante en jefe de las fuerzas militares, general Scott, inmediatamente y después de la recepción de este, nuestro decreto, continuar con una fuerza adecuada y despejar los pasillos del Congreso”.
   
Por supuesto, las órdenes de Norton fueron ignoradas por el Ejército y el Congreso, quienes se tomaban a chanza todo este dislate. La batalla de Norton contra los líderes electos de América persistió durante todo su reinado, llegando al cenit el 12 de agosto de 1869, cuando tomó la determinación de abolir los partidos Demócrata y Republicano. Con un par. A pesar de esta drástica medida parece que desde Washington tampoco le hicieron mucho caso. Finalmente, a regañadientes, permitió que el Congreso existiese sin su permiso. Un gesto más de su legendaria magnanimidad.

   En política exterior, el emperador Norton también desempeñó un papel destacado. Cuando Napoleón III, sobrino de Napoleón I, invadió México en 1863, el emperador añadió un nuevo título regio a su currículum: "Protector de México." No existen evidencias de que Norton pusiera alguna vez un pie en México.

   Obviamente, nunca ninguno de los decretos del emperador Norton I llegó a realizarse. Como emperador autoproclamado sin ejércitos ni dinero para respaldar sus proclamas, no tenía poder legal para crear una monarquía, nombrar Gobernadores o desmantelar la Corte Suprema. Sin embargo, por extraño que parezca, terminó por ganar una parcela de poder muy parecida a la de las monarquías europeas del siglo XXI, salvando las distancias. El Emperador Norton rápidamente se convirtió en una leyenda y era extremadamente popular entre la gente de San Francisco. Los políticos se vieron obligados a seguirle la corriente, porque mostrarle falta de respeto era sinónimo de pérdida de votos.

   Como buen gobernante al cabo de la calle, pasaba sus días inspeccionando las calles de San Francisco en un pomposo uniforme azul con charreteras chapadas en oro, donado  por los oficiales del ejército de los Estados Unidos destacados en el Presidio de San Francisco. Tocaba su magna testa con un sombrero de castor adornado con una pluma de pavo real y una roseta, complementando esta real postura con un bastón o un paraguas, según la época del año. Durante sus inspecciones, Norton examinaba el estado de las aceras y el funcionamiento de los legendarios coches de cable de San Francisco.

   En 1867, un policía llamado Armand Barbier cometió el terrible disparate de arrestar a Norton con el fin de someterlo a un involuntario tratamiento por trastorno mental. La detención del emperador indignó a los ciudadanos y provocó editoriales mordaces en periódicos como el ya nombrado San Francisco Bulletin, el Daily Alta California o el Morning Call, donde escribía un joven llamado Samuel Langhorne Clemens, que más tarde sería conocido en el mundo con el seudónimo de Mark Twain. Aunque para editoriales incendiarios el que publicó el Evening Bulletin:

"En lo que sólo puede ser descrito como el más vil de los errores, Joshua A. Norton, arrestado hoy, se encuentra detenido bajo la ridícula acusación de lunático. Conocido y querido por todos los verdaderos ciudadanos de San Francisco como el emperador Norton, este amable monarca está menos loco que los que han alegado estos falsos cargos. Los leales súbditos de Su Majestad quedan plenamente informados de este ultraje. (…) Este periódico insta a todos los ciudadanos bienpensantes a asistir mañana a la audiencia pública que se celebrará ante el Comisionado, Wingate Jones. La mancha en la reputación de la ciudad de San Francisco debe ser eliminada."

   Ante la presión popular, al jefe de policía Patrick Crowley no le quedó más remedio que ordenar la inmediata liberación de Norton, además de emitir una disculpa formal por parte de la policía. A su vez, el emperador Norton concedió generosamente el Perdón Imperial al policía Armand Barbier, por la anómala detención practicada. Y todos tan contentos. A partir de entonces al pasear por la calle, todos los agentes de policía de San Francisco saludaron Norton con todos los honores.

Absenta "Emperador Norton"
   El Emperador no vivió exactamente como un rey pero su nueva vida le proporcionó un montón de ventajas. En 1863, Norton encontró alojamiento en una pensión en el 624 de Commercial Street, entre las calles Montgomery y Kearny, por la ridícula suma de 50 centavos la noche. Como corresponde a un miembro de la realeza, su habitación estaba ricamente decorada con litografías de la reina Victoria de Inglaterra, la reina Emma de las Islas Sandwich -ahora islas Hawai-, la emperatriz Carlota de México, así como de la española Eugenia de Montijo, emperatriz consorte esposa de Napoleón III. Subía gratis en todos los ferris y los tranvías de la ciudad. Leland Stanford, presidente de la Central Pacific Railroad, entregó a Norton un pase gratis válido en todo el estado de California, para intentar lavar ante la opinión pública su reputación de empresario avaro y tacaño, por otra parte ganada a pulso. Norton utilizó ese pase libre para asistir a las sesiones de la legislatura estatal y para revisar las tropas militares acuarteladas en el área de la bahía, como corresponde a todo Jefe de Estado que se precie. En un momento determinado, cuando su uniforme imperial se desgastó por el uso y el paso del tiempo, la ciudad de San Francisco pagó de las arcas municipales un nuevo y elegante uniforme, ya que “ningún emperador de los Estados Unidos debe ir por ahí con ropas en mal estado”.

  También, aunque parezca inverosímil, el emperador Norton comía gratis en numerosos restaurantes de la ciudad, incluyendo establecimientos muy exclusivos, donde fue a menudo tratado como un invitado VIP. Lo más probable es que los dueños de los restaurantes, con gran visión comercial, tuvieran este gesto con el monarca más por conseguir publicidad gratuita que por otra cosa. De hecho, colocaron soberbias placas a la entrada de sus establecimientos, anunciando que su local era honrado con la visita del emperador de los Estados Unidos.

Tesoro Imperial, 5 dólares
   Además de recaudar impuestos, que de forma inaudita la mayoría de los ciudadanos y comerciantes pagaban con una sonrisa en el rostro y sin rechistar, cuando el Emperador Norton I necesitó un poco de dinero extra, comenzó a acuñar su propia moneda, llamada "Bonos Certificados del Tesoro Imperial" con valores que iban de los 50 centavos a 10 dólares. Fueron impresos en papel de billetes estándar, con fecha y número de serie, así como firmados a mano. Aunque la calidad de impresión era baja, pronto fueron usados incomprensiblemente por los ciudadanos de San Francisco y admitidos como moneda de cambio y curso legal en la mayoría de establecimientos de la ciudad. También supusieron un gran reclamo para los turistas que los buscaban y llevaban como un excéntrico recuerdo de su visita a la ciudad. En la actualidad, esta moneda es muy popular entre los coleccionistas, estando en la lista de las cien monedas más cotizadas de Norteamérica.
Emperador Pedro II de Brasil

   La fama del emperador Norton I se propagaba como un sarpullido por toda América, al punto que muchos establecimientos y negocios de la ciudad estaban haciendo magros negocios a costa de la regia imagen del monarca. Se hicieron postales, cigarros, botellas y todo tipo de recuerdos con la imagen del Emperador, se colocaron placas en las puertas de los restaurantes y tabernas, como hemos citado antes, conmemorando la visita del mandatario al establecimiento; la ópera y teatros de San Francisco usaban como reclamo la asistencia del Emperador a su próxima actuación, a la cual, por supuesto, sería invitado y acudiría de balde. Tal era la popularidad de Norton I, que en 1876, Dom Pedro II “El Magnánimo”, a la sazón emperador de Brasil, visitó San Francisco y pidió reunirse con el emperador de los Estados Unidos. Se conocieron en una suite real en el recién inaugurado Hotel Palace y hablaron durante más de una hora. En 1876, Dom Pedro nunca dio señal de si se dio cuenta o no de que Estados Unidos realmente no tenía un emperador.

   La noche del 8 de enero de 1880, era una noche de perros. Hacía frío y llovía. El Emperador se dirigía hacia Nob Hill para asistir al debate regular mensual de la Hastings Society en la Academia de Ciencias Naturales. A la altura de la antigua catedral de Santa María, Norton se sintió indispuesto, se tambaleó un poco y terminó desplomándose sobre la acera. Con toda probabilidad un traicionero derrame cerebral había acabado con su vida. La policía apartó sin miramientos a la multitud de curiosos que pronto se agolpó rodeando al cadáver del monarca y trasladó su cuerpo a la morgue de la ciudad. El reinado de Norton I, Emperador de los Estados Unidos y Protector de México, había concluido.
   
En sus bolsillos encontraron una moneda de oro por valor de 2,50 dólares, tres dólares de plata, y un franco francés fechado en 1828, con el rostro de Carlos X, último rey Borbón de Francia. También llevaba un importante fajo de billetes de 50 centavos del “Tesoro Imperial”, así como dos telegramas, uno del Presidente de la República Francesa, que decía "creemos que la reina Victoria le propondrá matrimonio a usted como un medio de unir a Inglaterra con los Estados Unidos. Considere no aceptar la proposición. Nada bueno saldrá de ello" y otra del zar Alejandro II de Rusia que decía "aprobamos todo de corazón y le felicitamos" como dando el visto bueno al “inminente matrimonio” de Norton con la reina Victoria,  Estos eran, por supuesto, bromas gastadas por algunas personas que se divertían a expensas del emperador.

   A la mañana siguiente, el San Francisco Bulletin publicó en primera plana: "Le Roi Est Mort" -El Rey ha muerto-. El Daily Alta California publicó un larguísimo obituario en el mismo día que dedicaba tan solo cuatro míseras líneas al discurso de investidura de George C. Perkins, recién elegido gobernador de California. Los principales diarios de Cleveland, Seattle, Denver, Filadelfia y Portland, informaron de su muerte. El Cincinnati Enquirer dedicó un emocionado y largo obituario bajo un subtítulo que decía "Un emperador sin enemigos, un rey sin reino, apoyado en vida gracias a la ofrenda voluntaria de un pueblo libre."

   Se calcula que hasta treinta mil personas, que se dice bien pronto, acudieron a ver al emperador Norton de cuerpo presente en la morgue. James Eastland, presidente del Club del Pacífico y  uno de los principales hombres de negocios que conocieron a Norton en los buenos tiempos, no permitió enterrar al monarca en una fosa común. Puso de su bolsillo todo el dinero necesario para que tuviera un funeral digno de un emperador y fuera enterrado con todos los honores. En la actualidad, los restos mortales del Emperador Joshua Abraham Norton, descansan en el cementerio Woodlawn Memorial Park, en Colma.

   Como nota final, el recuerdo del Emperador Norton ha sido plasmado en la literatura con mayor o menor fortuna. En su novela Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain creó el personaje de "el rey", basado en las andanzas de tan ilustre soberano. En la novela El Destructor, de Robert Louis Stevenson, se incluye a Norton como un personaje real. Quizás la historia de Norton llevada a la gran pantalla podría ser el espaldarazo definitivo al universal recuerdo de este ilustre personaje, para algunos un loco, para otros un impostor y para la gran mayoría del pueblo de San Francisco y del Estado de California, un Emperador con todos los galones. Ya imagino a Jeff Bridges en el papel del noble Emperador Norton, en una divertida película escrita y dirigida por los hermanos Cohen. ¿Que no?. 



Fuentes:

Norton I Emperador de EEUU, de Xavier Deulonder, Ediciones La Tempestad, S.L., 2007.

jueves, 8 de mayo de 2014

LA "ODISEA" DEL CARRITO EN REINA SOFIA



A continuación de estas letras, voy a poner en este, nuestro lugar de encuentro, una carta que he escrito al Diario Córdoba para la sección “cartas al director”, no sé si me la publicaran pero al menos me ha servido de desahogo. La carta en cuestión habla sobre uno de los tantos episodios que me han ocurrido durante el tiempo que he tenido que estar en el Hospital Reina Sofía de Córdoba debido al ingreso de una persona de mi familia, y que de alguna manera demuestra el estado de decadencia de este Hospital  respecto a la atención de los enfermos y también respecto a la consideración con los familiares que acompañamos a estos por parte de los que dirigen este servicio hospitalario, y que  claramente es  la consecuencia del expolio al que ha sido sometida España durante mucho tiempo. Así pues con todo mi respeto hacia  los trabajadores del Hospital, ya que la mayoría aun contando con muchos menos recursos que en tiempos de bonanza siguen trabajando duro por los pacientes, ahí va mi carta:
Hospital Reina Sofia 
fotografía de Wikipedia




La “odisea” del Carrito en Reina sofia



El pasado día 07/05/2014 llevé al Hospital Reina Sofía de Córdoba a mi madre ya que tenía concertada una prueba diagnóstica y posteriormente a dicha prueba tenía cita con el médico especialista. Llegamos al recinto hospitalario sobre las 13.10 h. accediendo por la entrada lateral, es decir por donde estaban las antiguas urgencias ya que cuando me concedieron la cita me recomendaron que entrara por allí para que un celador/a me ayudara con mi madre y me facilitara una silla de ruedas para poder trasladar a mi madre ya que está limitada físicamente. A las 13,40 h. teníamos que estar en la primera planta del edificio principal para la prueba y a las 15 h. en la primera planta de consultas externas para que nos viera el facultativo. Pues desde que llegamos a las 13.10 h. al hospital, no pude obtener un carrito de ruedas hasta las 14 h. En la entrada de las antiguas urgencias no había ningún carro y ningún celador, pregunté a trabajadores de aquella zona y nadie sabía nada y lo peor es que no acertaban a decirme donde tenía que ir a solicitar el carrito, fui a donde tenían que hacerle la prueba a mi madre y me topé con puertas cerradas, fui a hablar con los administrativos de consultas externas y unos decían que no tenían obligación de dar carros y otros llamaron por teléfono a celadores que igualmente decían que no podía ser, me mandaron subir una planta para buscar a un celador en una consulta que estaba totalmente vacía, hasta que desolado y sintiéndome totalmente impotente para trasladar a mi madre regresé a los asientos cercanos a la puerta donde la había dejado sentada junto a mi esposa, pasados unos minutos, fue mi señora la que fue a intentarlo por otro sitio y  por fin a las 14 h. se “apiadaron” de nosotros prestándonos un carrito y por supuesto sin ayuda de ningún celador, llegando tarde a la prueba diagnóstica y al especialista. Así pues de esta forma es  como se ayuda a las personas que necesitan algo en este país, y en concreto en nuestro Hospital Cordobés, no voy a dar ninguna opinión para terminar, solo desde aquí  voy a hacer una pregunta a la persona o personas que dirigen este centro y es la siguiente: ¿Si en lugar de ser un servidor, mi señora y mi madre los que llegamos al Hospital hubieran sido el Monarca Juan Carlos I, su esposa y su hijo, para que le hicieran al rey una prueba de su maltrecha cadera, hubiera habido carrito de ruedas para su majestad o también tendría que haberlo buscado el príncipe como lo estuve buscando yo?... Y una segunda cuestión que ya hablando del Rey sería para que la contestara él: “¿Tenemos todos los Españoles los mismos derechos y obligaciones hospitalarias o tiene mucho que ver la “pasta” del enfermo?”…  

 Y de los precios del “Badulaque” y de la “Cafeta” del Hospital Reina Sofía ya hablaré otro día porque eso también tiene “guasa”…Saludos.