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martes, 22 de octubre de 2013

HISTORIAS DE CÓRDOBA: ORIGEN DE LA EXPRESIÓN "PEGO"

   La historia de Córdoba tiene miles de anécdotas a cual más curiosa, no en vano más de dos mil años de existencia dan para muchos sucesos, efemérides y leyendas, algunas ciertas y otras deformadas por el paso de los siglos. Hoy, haciéndonos eco de una de esas leyendas, vamos a hablar de expresiones populares. De una expresión en concreto. Vaya por delante que esta entrada a muchos les va a parecer una tontería, una chorrada, una estupidez… un pego. Porque para el que no sea cordobés el vocablo “pego” le sonará a sinónimo de encolar, fijar, unir, adherir… o incluso a golpear, zurrar o maltratar pero para una persona que haya nacido y/o vivido en Córdoba, “pego” tiene otras connotaciones bien diferentes. Cuando un cordobés dice “tal cosa es un pego” utiliza esta palabra para describir aquello que es una bobada, una torpeza, un disparate, una minucia, o, más directamente, una tontería. El equivalente en el uso y contexto a la expresión chorrada.

Jardines de Colón, Campo de la Merced.
   Como todo en esta vida, el origen de tan repetido vocablo tiene un antecedente histórico pero para descubrirlo os propongo un viaje en el tiempo a la Córdoba de principios del s. XIX, concretamente al Campo de la Merced, uno de los puntos más hermosos de los alrededores de la Córdoba del XIX y, por supuesto, de nuestros días. Si bien en la actualidad el Campo de la Merced-Molinos Alta es un barrio perteneciente al distrito Centro de la capital, hace doscientos años era un amplio espacio abierto frente a la muralla de la ciudad, situado entre la Puerta Osario, Puerta del Rincón y la torre de la Malmuerta, apenas habitado, sin casas ni corrales que impidieran la visión de las torres y almenado de la muralla. El nombre de la Merced es debido al convento de esta orden que presidía la zona, que ha sobrevivido hasta nuestros días como sede de la Diputación Provincial de Córdoba. En el centro había un gran llano, hoy ocupado por los jardines de Colón y su monumental fuente de estilo modernista, cuyas obras de cimentación se iniciaron en 1835, siendo alcalde de la ciudad el Conde de Torres Cabrera.

   Después de leer esta parrafada histórica muchos habréis dicho “vaya chorrada” o “vaya pego”, o “este tipo es un pegoso”. Si es así me parece perfecto, señal inequívoca de que habéis entrado en contexto. Porque es en este preciso lugar, el llano frente al convento de la Merced, hoy ocupado por los jardines de Colón, donde un francés va a entrar de lleno en la historia del léxico cordobés.

   El tipo en cuestión se llamaba Louis Pegau, un francés afincado en Córdoba, conocido en la época por ser uno de los socios fundadores del Liceo Francés de esta ciudad. Hombre ilustrado versado en diversas disciplinas, estaba fascinado por las aplicaciones aeronáuticas del principio de los fluidos de Arquímedes llevadas a cabo por compatriotas suyos, mediante el cual una gran bolsa llena de aire previamente calentado, era capaz de elevarse y permanecer colgada del cielo sin apenas esfuerzo. Mágico.

   Pegau vivía obsesionado con los éxitos de los hermanos Joseph y Jacques Montgolfier, padres del globo aerostático, y de Jean-François Pilâtre de Rozier y el Marqués d’Arlandes, primeros humanos de la historia que realizan un vuelo libre tripulado el 21 de noviembre de 1783 en París, delante de 400.000 personas, reyes de Francia y su corte incluidos. Se pasaba el día dando la brasa a quien quisiera escucharlo que él, como buen francés, también sería capaz de hacer volar un globo aerostático usando los planos de los hermanos Montgolfier y de paso, convertirse en la primera persona de la historia que sobrevolara en globo la ciudad de Córdoba.

   La expectación crece en la ciudad, cuando se empieza conocer que Louis Pegau, ese francés de extraño hablar y maneras refinadas, se propone construir una máquina voladora. Encarga a diversos artesanos de Córdoba insólitas estructuras de madera, incontables metros de lino y papel encerado decorados con vivos colores, cientos de metros de cuerda de esparto y una misteriosa canasta de mimbre. En las tertulias de la época el tema principal de conversación es la fascinación que levanta la posibilidad de que el hombre venza a la naturaleza y sea capaz de elevarse por el aire como un pájaro. Si, es algo que ya se ha hecho antes, incluso se sabe que en Madrid el italiano Vincenzo Lunardi ha conseguido hacer volar en España el primer globo aerostático tripulado, en los jardines del parque el Buen Retiro. Un Montgolfière, como es conocido en la época. Pero esta vez es diferente. Por primera vez, los cordobeses van a ver elevarse al cielo infinito un montgolfière tripulado. Los párrocos se rasgan las vestiduras en sus sermones dominicales, condenando al hombre que desafía a la sabia naturaleza y a la voluntad del Señor. Los niños sueñan con volar en globo. Toda Córdoba vive con interés el acontecimiento anunciado a bombo y platillo por monsieur Pegau.

   Mientras la fecha señalada se va acercando, los preparativos en los llanos de la Merced se aceleran. Ante la mirada de cientos de curiosos, monsieur Pegau supervisa personalmente con gran meticulosidad las extrañas estructuras que poco a poco se van levantando. Llama especialmente la atención esa gran tarima elevada en cuyo centro hay un enorme hueco circular que expulsa humo y fuego. Todo es nuevo y extraño para una ciudad como Córdoba, acostumbrada a la rutina, la calma y las costumbres. “Todo sea por el progreso y la ciencia”, dice un curioso subido a lomos de su borrico, mientras se quita el sombrero de paja y da un trago de agua de su roñoso botijo.

   Todo está listo y dispuesto para el acontecimiento cordobés del siglo. Louis Pegau se muestra exultante cuando comprueba que miles de cordobeses se arremolinan en los llanos de la Merced dispuestos a contemplar el vuelo majestuoso del montgolfière. Con este acontecimiento científico pretende dar un impulso a una ciudad deprimida por diversas epidemias, sequías, y malos gobernantes. Una ciudad en otro tiempo luchadora y abierta pero que ha sido invadida por el derrotismo, a veces llamado erróneamente senequismo, que aún aflora en nuestros días.

   Treinta mil personas, que se dice bien pronto, se agolpan entre los lienzos de la muralla y el convento de la Merced, rodeando el tinglado que monsieur Pegau y sus ayudantes han montado. No son las 400.000 personas que reunió el globo de Jean-François Pilâtre de Rozier en París pero no está nada mal para una población de poco más de cuarenta mil habitantes. Fascinados, los cordobeses contemplan como un gran globo de lino y papel encerado, de un diámetro de unos quince metros y más de doscientos kilos de peso, es situado a una altura conveniente sobre el fuego que surge del interior de la tarima, con el propósito de calentar el aire del interior de la aeronave. El proceso de calentamiento del aire del interior es lento y tedioso. Pegau, para hacer la espera más amena, explica a voz en grito los principios de Arquímedes aplicados a la ciencia de volar pero la gente no entiende nada. Son en su mayoría analfabetos que lo único que buscan es ver a un hombre volar en un extraordinario artefacto fruto de la invención humana. Y si se mata en el intento, pues mucho mejor.

   Las horas avanzan y el globo no se mueve un palmo del suelo. Todos los intentos de Pegau por hacer volar su artefacto no sirven de nada. Culpa al tamaño y calidad del fuego, a la tela posiblemente defectuosa, a la elevada temperatura ambiente… La gente murmura, se desespera con el lento paso de las horas sin que ocurra nada sorprendente y empieza a abandonar el lugar entre decepcionada, irónica y burlona, convirtiendo todo aquello en una gran cagada del señor Pegau.

   Tal fue la decepción en la capital cordobesa que cuando algo no funcionaba o no servía para nada se empezó a decir que era como lo del Pegó, hasta degenerar en nuestros días en el término “pego”, sinónimo de chorrada o estupidez. Tal parece ser el origen de este vocablo genuinamente cordobés. Una leyenda hermosa, amena e interesante, que encaja como anillo al dedo con la idiosincrasia del común cordobés pero que, como toda leyenda, no tiene por qué ser del todo cierta.



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